domingo, 3 de julio de 2011

Capítulo 8

Mis crisis tienen una forma de actuar un poco peculiar.
Durante todo el mes de enero fueron y vinieron de vacaciones, alterándome de manera absoluta; pero no sólo a mí sino también a mi familia, profesoras, fisios y a mi neuróloga que, finalmente, decidió cambiarme una de mis medicinas y probar con otra.
El cambio de medicación siempre es un rollo, porque no puedes quitar una pastilla o un jarabe así de repente, tienes que ir poco a poco: un día bajas un poco la dosis de uno y subes la dosis del nuevo, durante una semana, después haces lo mismo la semana siguiente y así hasta que termines con la medicina antigua. Para
ver si las crisis se “asustan” con la nueva medicina tienes que esperar y tener paciencia, aunque hay veces que algún que otro medicamento las “ha asustado” desde la primera toma.
Bueno, pues mi nueva medicación no hizo el efecto deseado y tuve que tomar la nueva y la antigua, además entre mi neuróloga y mi madre buscaron la dosis exacta para que las crisis mejoraran.
Todas las semanas mamá llama
ba a mi neuróloga y le contaba cuántas crisis había tenido, cómo eran y cuánto duraban y entre las dos decidían si era mejor subir la dosis un poco más. Mi neuróloga siempre dice que se fía de lo que le dice mamá porque es quien más tiempo pasa conmigo y quien mejor me conoce.
Al final lograron ajustar la dosis y estuve un tiempito sin que aparecieran las crisis focales, pero las crisis de risa s
e mantuvieron firmes, ni se movieron, aunque eran menos, me asustaban tanto que me hacían llorar.

En mi colegio me lo pasaba genia
l, en la piscina hacía los ejercicios mejor y mi fisio estaba encantada conmigo, ya no me salían manchas en la piel porque mi auxiliar siempre venía puntual a buscarme cuando terminaba mi sesión y así no pasaba calor; mi profesora había empezado a trabajar conmigo un Proyecto Educativo para niños de 3años, ajustándolo a mis capacidades, porque decidió que podía trabajar más cosas. Mi conexión con el medio, mi capacidad para entender todo lo que me hablaban, mis ganas de hacer cosas, mis ganas de trabajar, hicieron que muchos de mis profes y fisios se plantearan exigirme más. Mi evolución era muy buena.
Mis padres tambi
én veían en casa que estaba más espabilada, que tenía ganas de aprender. Una de las cosas de las que avisó mamá en el cole antes de las vacaciones de Navidad fue que creía que ya estaba preparada para quitarme los pañales. No le faltaba razón. Estaba harta de esos pañales molestos, calurosos e incómodos. Cuando me ponían en el baño siempre hacía mis necesidades sin problemas. La única dificultad era que no podía comunicarlo, como no hablo, ¿cómo podía decir que tenía ganas de hacer pis? Sin embargo, mis padres me enseñaron un gesto para pedirlo: darme golpecitos en mi barriga si tenía ganas. De todas maneras ya estaba hecha una campeona a la hora de aguantar, podía pasarme dos horas sequita, sequita y cuando me preguntaban si quería ir al baño, me daba en la barriga y… ¡al baño!

Después de las Navidades comenzó el reto pañales.
No sé si fueron los nervios, la emoción, o qué, pero en el cole me costó mucho aguantar las ganas. Los primeros días llegaba a casa con toda la ropa de muda empapada y mamá siempre me decía que no pasaba nada que ya me acostumbraría. Pero, ¿por qué en casa sí aguantaba?

Supongo que tendría que esperar y adaptarme a esa nueva situación. Lo que no podía imaginar era que no me iba a dar tiempo para adaptarme.
Estando mamá en su médico porque le dolía el oído, recibió una llamada en su teléfono pequeño. Dice que su corazón le saltó en el pecho y empezó a latir más fuerte cuando al otro lado una voz le dijo que llamaba del Hospital 12 de Octubre de Madrid. Se quedó sin habla cuando la voz le dijo que mi operación se iba a realizar el lunes 14 de febrero y por ello era aconsejable que ingresara el día 9 de febrero para hacerme algunas pruebas.
¡¡¡Dios mío!!! No me extraña que mi madre se quedara sin habla. ¡¡¡¡Estábamos a 8 DE FEBRERO!!!

Eso quería decir que había que organizar todo en menos de un día, el ingreso tenía que ser a las 6.00 de la tarde. Mamá sólo acertó a decir que si sabían que vivíamos en Las Palmas de Gran Canaria, que no vivíamos a la vuelta de la esquina. La voz le dijo que si quería podía retrasar la cirugía, pero que eso implicaría estar otra vez en lista de espera.

Ese día mis padres organizaron cada uno una parte: mi madre avisaría a mi abuela materna que se mudaría a casa para quedarse con Natalia, de esa manera mi hermana no sufriría muchos cambios mientras estuviéramos en Madrid; avisó al colegio de Natalia, avisó a mi colegio, mis profesoras, mis fisios; avisó a mis médicos, ya que la semana siguiente resultaba que tenía todas mis revisiones con mis verdes-rosas y había que anular las citas; avisó a mi enfermera, pues tocaba ponerme la hormona justo al día siguiente de irno
s; además tuvo que organizar la casa, mis medicinas, las maletas… Papá se encargó de buscar los billetes de avión y recoger a Natalia en su cole. Gracias a que él también es muy organizado y previsor ya tenía hablado con su compañero de trabajo todo lo que debía hacer en el caso de tener que irnos rápidamente a Madrid; tuvo que dejar todas las tareas de su trabajo bien “amarradas” al igual que alguna cosa de la casa. Pero lo más duro para él fue darle la noticia de nuestro viaje a Natalia. Por lo visto, se impresionó tanto que se quedó mirando a mi padre y se echó a llorar desconsoladamente. Mi pobre hermana sólo decía que era muy pronto, que nos habían dicho que avisarían una semana antes de la operación, de esta manera no le iba a dar tiempo para despedirse en condiciones de nosotros.
La tarde se hizo interminable, Natalia quería estar con mis padres y yo veía que ellos hacían lo posible para estar con ella, pero al mismo tiempo necesitaban organizar todo. Creo que estaban muy nerviosos, pero saben disimular muy bien. A pesar de todo siempre tenían una sonrisa para mi hermana y para mí.

El miércoles, 9 de febrero, mi abuelo nos llevó al aeropuerto muy temprano. Ya estábamos de camino hacia mi deseada operación. No me lo podía creer, por fin iba a poder deshacerme del señor hamartoma.
Sin embargo, la mañana empezaba con algún contratiempo. Cuando mi padre fue a facturar la señorita del mostrador le dijo que nuestro vuelo no saldría hasta aproximadamente las 2.00 de la tarde. Teníamos un retraso de casi cuatro horas. Mis padres se quedaron blancos del susto. No podía ser, teníamos que estar en el hospital a las 6.00. Había que hacer algo.
Entonces mamá sacó el papel que le habían
mandado de Madrid donde especificaba el día, la hora de ingreso, la fecha de la operación, y se lo dio a papá para que lo enseñara a la señorita. Tenían que arreglar como fuera nuestra situación. Después de un largo tiempo de espera, viendo pasar los minutos y cada vez más angustiados, papá se acercó al mostrador y allí le dieron unos billetes para otro vuelo que salía a las 11.00 de la mañana. Todos respiramos aliviados.

La llegada a Madrid fue muy justita. Mi tío-abuelo nos fue a buscar y sólo nos dio tiempo para llegar a casa, hacer una pequeña maleta con ropa para mamá y para mí, mis medicinas, mi biberón y alguna cosilla más que mamá preparó. Fue increíble. Mis padres terminaron por reírse cuando entramos al hospital a las 6 en punto de la tarde. ¡Increíble! ¡Qué puntualidad!

El hospital era un edificio muy grande como la casa de los doctores de Las Palmas, había un edificio para las personas mayores y otro para nosotros que se llamaba Materno- Infantil.

Al llegar nos hicieron esperar en una sala junto a otros niños y cuando llegó una enfermera cargada de carpetas, creo que eran nuestras historias clínicas, nos llevó a nuestra planta. Subimos hasta la planta 8 y nada más entrar encontramos a varias enfermeras muy atareadas, con muchos papeles y hablando con varios padres a la vez. Una de ellas dijo mi nombre en alto y mamá se acercó enseguida al mostrador, otra le dijo a mi padre que me iba a pesar, a medir, a tomarme la tensión y la temperatura. Yo miraba a todas partes, me sentía asustada porque oía a los niños llorar, la gente hablar, me llevaban a una habitación, después a otra, me pusieron algo en el brazo que se inflaba y oía a mamá responder a una infinidad de preguntas sobre mis medicinas, el horario de toma de cada una, las dosis, mi alimentación por la mañana, al mediodía, por la noche, mi talla de
pañal, de pijama, si había cenado ya, si teníamos medinas en ese momento…
Menos mal que mamá siempre es muy previsora y me llevó todas las medicinas e incluso la cena porque, según la enfermera, como ya era un poco tarde (las 8.00) los niños de allí ya habían cenado y las medicinas eran difíciles de pedir a la farmacia a esas horas.


La habitación (811) tenía dos camas con una mesa de noche cada una y otra mesa que se quedaba plegada y la utilizaban para poner las bandejas de la comida, dos sillones azules y dos sillas blancas. No había decoración, nada en las paredes, enfrente de las camas dos grandes cajas marrones con ruedas, resultaron ser armarios, se abrían por uno de los lados, no de frente, y escasamente había tres perchas, su estrechez sólo permitía colgar el abrigo y alguna cosilla más. La única decoración de las paredes eran los carteles que te informaban cómo podías poner la televisión, llamar a la enfermera, utilizar el termómetro y los dos ventanales que te dejaban ver entre los edificios algo del cielo de Madrid. Una pequeña puerta justo a la entrada con un gran cartel en ella te informaba que era el baño de” USO EXCLUSIVO PARA LOS PACIENTES”.
La enfermera nos dejó encima de mi cama una t
oalla, una manta y un pijama amarillo tan desteñido que apenas lograbas ver el color, sé que tenía rayas blancas porque la enfermera le dijo a mi madre que ese era el pijama que me correspondía por mi edad. Todos los días me dejarían uno.
Lo mejor de la habitación fue la compañía. Mi primera compañera era una niña de mi edad, malagueña, la acompañaba su abuela y las dos nos ayudaron muchísimo los primeros días allí. Mamá congenió muy bien con la abuela y a veces se turnaban para ir a tomar café y no dejarnos solas. La pobre había entrado para ser operada pero se puso malita con mucha fiebre y no pudieron hacerle nada.
Mi primera noche fue normal, estuve jugando en mi cama mientras mis padres organizaban las cosas y se
enteraban bien de las normas. De repente entró en la habitación una señora muy extraña, parecía una verde pero su vestimenta no era igual, su bata estaba llena de dibujos y adornos colgando. Tenía unas gafas enormes y una nariz que parecía de payaso, roja y redonda.
Se presentó como la Dra. Amnesia de la Fundació
n Theodora. Ella y sus amigos representaban el toque humano y divertido de la medicina. Su trabajo consistía en hacernos pasar un rato divertido a los niños que debíamos estar en aquel lugar, entretenernos, hacernos reír y al mismo tiempo enseñarnos. A lo largo de mi estancia en el hospital conocería a más compañeros de la Dra. Amnesia que me hicieron reír mucho incluso a mis padres; también me visitaron después de operarme, pero no lo recuerdo. ¡Muchas gracias a la Fundación Theodora !

Cuando cené y me tomé mis medicinas, papá se marchó y mamá se quedó conmigo. Oí a mamá abrir el gran sillón que había al lado de la cama, el respaldo se hacía hacia atrás y entre él y el asiento se quedaba un gran hueco vacío. La abuela de mi compañera avisó a mamá que lo mejor era que enrollara una manta o una sábana y la pusiera en el hueco porque si no se iba a dejar los riñones fotocopiados allí, que pidiera una almohada y de esa manera podía ser un poco más confortable la cama. No se pueden imaginar hasta qué punto, con el tiempo, se convirtió en confortable esa cama.
Yo dormí toda la noche, pero creo que m
amá no. En alguna ocasión, durante la noche, noté que me levantaban el brazo y me ponían una especie de bolígrafo que al rato sonaba. Después supe que era un termómetro y que me despertaría o lo notaría varias veces a lo largo de las noches.
La enfermera entró muy temprano, me puso otra vez el termómetro y le dijo a mamá que los médicos pasarían en cualquier momento. Papá llegó al instante.

Mi neurocirujano apareció y nos presentó a todos los que formaban el equipo de neurocirugía: una doctora con el pelo muy blanco y unas gafas de pasta negra nos sonrió, con el tiempo nos dedicaría más de una sonrisa de ánimo; otra doctora con el pelo largo, también con gafas que escondían unos ojos muy pequeñitos, y que al sonreír se hacían más pequeños todavía que le daban una imagen amable, era joven y a pesar de su juventud, nos demostró que sabía mucho sobre mi enfermedad y cómo tratar los problemillas qu
e podían surgir; una doctora muy silenciosa siempre les acompañaba, apenas hablé con ella durante mi estancia, sólo la veíamos escuchar y apuntar; había otro doctor igual de silencioso, creo que no era español, tenía los ojos rasgados y el pelo muy negro de punta; sin embargo en el equipo estaba otro doctor que sí se mostró más cercano con nosotros, quizás porque era canario, y estaba allí para aprender más cosas sobre su profesión.
Mi neurocirujano empezó a explicar que durante ese día me harían unos análisis, que la operación sería el lunes a primera hora de la
mañana, que se trataba de una operación muy complicada y difícil dada la situación del hamartoma. El señor hamartoma se había escondido en lo más profundo de mi cabeza y llegar hasta él no iba a ser fácil, había que ir por caminos muy estrechos, no dañar nada, como las arterias, o el nervio óptico, todo eso supondría un peligro; corría el riesgo de que mis arterias se “asustaran”, produciendo un espasmo, significaría entonces que me daría lo que ellos llaman una isquemia o infarto cerebral. Había más riesgos, muy malos, pero el peor para mí era que podía no volver a ver a mis padres ni a mi hermana, que podía quedarme en ese hospital para siempre o irme a otro lugar.
No quería escuchar más así que me pu
se a llorar para que dejaran de hablar y me hicieran un poco de mimos. Lo conseguí.
Mi neurocirujano y su equipo se despidieron de nosotros y por último nos dijo que para no pasar el fin de semana allí me darían el alta, pero tendría que ingresar otra vez el domingo por la noche par
a empezar a ponerme el tratamiento.
Nos alegró esa noticia, era genial que pudiéramos estar en casa tranquilos y ver a la familia durante esos días. Sin embargo, mis padres estaban preocupados porque ese día me tocaba ponerme la hormona y a pesar de que los médicos lo habían avisado, las enfermeras nos daban largas: unas nos decían q
ue era difícil conseguir la hormona; otras nos pedían la hormona a nosotros; otras que teníamos que esperar hasta el día siguiente, cuando sabían que no era posible, pues la hormona tengo que ponérmela el día que me toca, no un día después. Total, todo eran problemas.
Mis padres esperaron y esperaron y decidieron que no nos íbamos a mover de allí hasta que nos dieran una solución. ¿No estábamos en un hospital? ¿Cómo es que no podían conseguir una medicina? Finalmente, a las 8.00 de la tarde pudimos salir e ir directos a casa para descansar, coger fuerzas y prepararnos para lo que iba a ser la experiencia más dura, cruel y desespera
nte.

Domingo, 10.00a.m. Suena el teléfono de papi y una voz familiar pregunta por los familiares de Daniela. De repente todo fueron prisas, la bolsa con ropa se hizo otra vez rápido, mi tío-abuelo, siempre pendiente, nos esperaba en la puerta de casa con su coche. El doctor que llamó nos dijo que tenían que hacerme una prueba antes de la operación y que era mejor que estuviera lo antes posible en el hospital.
La llegada al hospital la hicimos apenas una hora
después de la llamada. Nos cambiaron de habitación (801) y allí nos encontramos con otra niña, mayor que yo y sus padres.
El médico, el de Canarias,
nos visitó nada más llegar y nos explicó la prueba que quería hacerme. Se trataba de hacerle a mi cerebro unas fotos para que una vez en el quirófano pudieran saber los caminos que debían tomar; según oí que le explicaba a mis padres tenían un aparato al que me conectarían en el quirófano y les iría indicando los recovecos de mi cabeza, era como esos aparatos de los coches en los que habla una mujer que te dice la calle por la que tienes que ir para llegar al lugar indicado. Mis padres aceptaron y el médico fue a buscar el material necesario para hacerme la prueba. Al cabo de unos minutos volvió con unos botones de plástico, un rotulador y una maquinita de las que a veces usa papi para afeitarse. ¡¿Ya me iban a cortar el pelo?!
Gracias a Dios, sólo me rapó un poco la cabeza en la coronilla y allí pegó uno de los botones y con un rotulador de esos que llaman permanentes, lo marcó haciéndole un círculo alrededor; hizo lo m
ismo con los demás que colocó a lo largo de mi frente. La dichosa marca del rotulador no se me quitaría hasta bastante tiempo después, por más que me lavaran. Todo para nada.
Para nada, desgraciadamente. La prueba era como cuando me llevan a la casa de la señora resonancia, es decir, tenían que ponerme esa cosa que se llama anestesia (ya sé decirlo bien), así que no podía comer nada, y sólo me la pueden poner unos señores que se l
laman anestesistas.
Yo estaba muerta de hambre y el médico tardaba mucho. Mis padres empezaron a sospechar que había algún problema. Y así fue.
Voy a explicarlo lo más detallado posible a ver si lo entienden porque nosotros, a día de hoy, todavía no lo entendemos. Mejor dicho, no nos lo creemos.
El aparato, como el de la resonancia, estaba en el edificio de los adultos, eso no era problema pues el hospital se comunicaba por debajo, a través de largos pasillos. El edificio de niños tiene sus anestesistas y el edificio de adultos los suyos. ¿Quién me iba a poner la anestesia? Por ser una niña debía ponérmela un anestesista de niño, ¿no? Pues no, va a ser que no. ¿Por qué? Porque los anestesistas de niños dijeron que ellos sólo anestesian en nuestro edificio no v
an al edificio de adultos.
Bueno…. Vale… Pues no pasa nada. Vamos a decírselo a los anestesistas del edificio de adultos, además el aparato está allí, así que era de imaginar que no les importaría.
Pues sí. Sí les importó. ¿Por qué? Porque dijeron que ellos son anestesistas de adultos no de niños, que si los de niños estuvieran muy, pero que muy ocupados entonces sí les hacían el favor, pero si era por el simple hecho de no querer ir a su edificio, pues que ellos tampoco iban a hacer su trabajo.

¿Qué creen que pasó con la prueba? Eso. No se hizo. Y yo me quedé con la marca de "los botones" hecha con el rotulador en mi frente y en mi cuero cabelludo durante mucho tiempo. Menos mal que no era un prueba importante, sólo una prueba más, es decir, si no se hacía no pasaba nada, pero mi pobre neurocirujano canario se quedó fatal, desolado, fastidiado. El quería aprovechar todos los adelantos que ofrecía el hospital, para eso estaban, pero hacernos ir más temprano, tenerme en ayunas tantas horas, y la poca profesionalidad de algunas personas, hizo que nos pusiéramos tristes todos.
Ya eran las 4.00 de la tarde (llevábamos allí desde las 12 de la mañana) y por fin me dieron algo de comer. Me sentó de maravilla y al tener mi barriga llena, mis ojos accionaron su palanca y empezaron a cerrarse hasta que caí en un sueño profundo y placentero. Me eché u
na buena siestecita.

Yo creí que ya me iban a dejar en paz, pero estaba equivocada, lo peor estaba por llegar. Cuando me desperté de mi siesta, mis padres estaban allí y me alegré al verlos. Creí que se habían marchado a casa y me habían dejado allí sola, pensé que como había tanta gente vestida de blanco ellas me iban a cuidar mientras me quedara en su casa, pero no, mis padres estarían conmigo sie
mpre, y cuando digo siempre es siempre.
La habitación se fue oscureciendo y las luces aparecieron por el pasillo iluminando todo. Se acercaba la hora de ponerme un tratamiento para la operación. Nos habían dicho que era necesario ponerlo antes para que mi cerebro no sufriera, era una especie de hormona que seguramente disminuiría durante la cirugía, por eso era bueno reforzarla. Todo parecía fácil, le habían dicho a mi madre que me la darían disuelta en agua en una jeringuilla, y como yo soy muy buena tomando las medicinas pues no había problema; a ver, soy buena si saben bien, pero como sepan un poco asquerosa me dan ganas de vomitar. Mi madre dice que a pesar de todo soy muy buena, porque hay algunas que saben a rayos, y ella lo ha comprobado, pues siempre prueba un poco de las medicinas para saber con qué me las puede dar, con leche, zumo, para que no sepan tan mal.
La cosa cambió cuando una
de las enfermeras apareció con una de esas bandejas de cartón con una jeringuilla, una aguja y no sé qué cosas más. Mamá me cogió y me puso sentada en sus piernas, me extendieron el brazo y me amarraron una cinta elástica en lo alto del brazo. Yo pensé que me iban a hacer un análisis como el que me hacen en Las Palmas cada dos meses, es decir, pinchar, esperar a que salga el líquido rojo, y ya está. Pero aquello fue distinto.
Empezaron a pincharme en un brazo pero a medida que sacaban poco a poco la aguja un tubito se me iba quedando dentro, un tubito que parecía un hilo muy muy fino. Parecía que todo estaba acabando, pero de repente oía a la enfermera decir:”No me lo puedo creer se ha roto la vena, ya teníamos la vía cogida. ¡Qué mala suerte!”
La misma operación se hizo en el otro brazo para ponerme lo que ellas llamaban una vía. No resultó, así que probaron otra vez y otra vez y otra vez, en las piernas, en la mano…
Las tres enfermeras que estaban allí, sudaban; también mi madre, lo notaba pues estaba sentada encima de sus piernas, su corazón latía cada vez más fuerte, sobre todo cuando volvía a repetirse la misma imagen: la aguja salía, el tubito se quedaba y mi brazo de repente se hinchaba un poco y aparecía un cardenal, la vena se había roto otra vez. Yo lloraba sin parar y terminé sudando
como todas y mis crisis aparecieron para fastidiar un poco más.
¿Para qué me tenían que poner esa
vía? Parece que los médicos querían ponerme el tratamiento a través de ese tubito porque así llegaba mejor hasta donde ellos querían, dentro de mi cuerpo, mejor que si me tomaba la medicina por la boca. Finalmente las enfermeras se rindieron, no querían hacerme sufrir más. Fueron a hablar con los médicos y les explicaron que mis venas se rompían con mucha facilidad. Por fin me dieron la medicina por boca.

Mis padres se relajaron un poco aunque mi padre tenía una expresión triste porque no puede verme sufrir. La situación nos había puesto a todos nerviosos, agotados. Noté a mi madre que se relajaba también y que de sus ojos caían unas gotitas. Estaba llorando.
El gran día estaba cerca, sólo quedaban unas cuantas horas. La mañana iba a ser ajetreada, pues la enfermera de la noche avisó a mi madre que me tenía que bañar muy temprano. Yo iba a ser la primera en entrar al quirófano.
A las 6.30 de la mañana entró una enfermera en la habitación y dejó un pijama limpio sobre la cama. Ya teníamos que levantarnos y prepararnos.
Mamá llenó una palangana con agua y con una esponja que no necesitaba ponerle jabón pues ya estaba en ella, me bañó, me puso el pijama limpito, me peinó y me dio la medicina. Papá llegó cuando yo ya estaba guapita.
Al cabo de un rato apareció un señor muy grande y muy serio. Quitó algo de las patas de mi cama y ésta empezó a moverse. Yo me levanté para ver dónde íbamos, pero el señor me empujó hacia atrás y me dijo que tenía qu
e estar tumbada. Recorrimos un largo pasillo, cogimos un ascensor y cuando salimos nos encontramos con mi neurocirujano y su equipo muy sonrientes: “¡Hola Daniela, buenos días! ¡Vaya, si pareces un robot con esos botones en la cabeza! Enseguida nos vemos”, nos dijo.
Pasamos a otro largo pasillo
que finalizaba con una gran puerta de cristal con letras rojas: ANESTESIA. Sólo entramos mamá y yo, papá tuvo que esperar fuera.
La gente iba de un lado a otro, se saludaban unos muy serios, otros sonrientes. Sólo le daban órdenes a mamá: “Póngase esta bata; póngase este gorro; quítele el pijama a la niña; dígame qué medicación toma la niña; que se tome esta medicina; que no se mueva; espere aquí enseguida la pasarán al quirófano”.
Éramos tres niños en la sala de anestesia. Uno muy pequeño lloraba porque, según su madre, tenía mucha hambre. Yo también tenía hambre, ya eran las 8.30 y no había desayunado, aunque sabía que no me podían dar nada; ya conocía a la tal anestesia. Primero se llevaron al bebé en su cunita y esta vez fue su mamá la que lloró al darle miles de besos; después otros señores vinieron a buscar al otro niño y nos quedamos mi madre y yo solas en esa sala fría, bueno exactamente solas no, había un señor detrás de una mesa, con su cara “incrustada” en unos papeles, así que era como si estuviéramos solas. Mamá empezó a darme
besos y a hablarme: “Tienes que ser fuerte Daniela. Ya verás que todo sale bien. Van a intentar quitarte al señor hamartoma, pero no sé si él querrá salir del todo. No sé si podrán conseguirlo, pero pase lo que pase, sabes que papá, mamá, Natalia y todos te queremos mucho y que eres la niña más bonita que hay en este mundo. Te quiero mucho”.
Yo le di un beso sonoro.
Empezaba a tener frío pues sólo estaba con los pañales, así que mamá me tapó lo mejor que pudo con una sábana que raspaba un poco y me acomodó bien la almohada. Me quedé sú
per a gustito y juntas jugamos un poco a cantar las canciones de mi grupo favorito Los cantajuegos.
Llegó la hora. Un señor con un pañuelo en la cabeza que parecía un pirata me dijo que nos íbamos de paseo y mamá se despidió de mí con miles de besos, como había hecho la otra mamá, pero la mía no lloró; yo le correspondí con esos besos “volaos” que sé dar.
No recuerdo lo que pasó. Sé que me pusieron en otra cama, un poco más fría, en el techo había unas luces muy grandes y la habitación estaba llena de aparatos. Sé que me pusieron algo, que me pincharon en mis m
anos y que poco a poco me fue entrando un profundo sueño, un sueño placentero, un sueño relajante. Un sueño en el que me gustaba estar y del que no quería salir.

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Efectivamente, Daniela se adentró en un gran sueño. Un sueño largo. Ella no estaba, no sentía. Así que a partir de ahora yo, su madre, les contaré lo que ocurrió.

Salí de la sala de anestesia y me encontré con parte de la familia esperando: los abuelos paternos, que habían llegado de Las Palmas el día anterior, el tío-abuelo (el del pañuelo) y su mujer, mi hermano y su novia. Todos esperamos durante horas. Todos mirábamos continuamente la puerta por donde yo había salido.
La mañana pasó y la hora de comer había llegado. Algunos hicieron turnos para llenar el estómago con algo y subir enseguida, pero
nosotros no teníamos hambre. No queríamos movernos de allí. La sala se llenaba por momentos de gente que esperaba como nosotros a que saliera alguien por aquella puerta y les diera buenas noticias sobre su hijo/a, gente que esperaba para entrar a ver a sus hijos ingresados en la UCI, que estaba en la misma planta; gente con expresión triste, desolados, con síntomas de haber dormido muy poco, con bolsas de comida, agua, mantas, almohadas. Parecía que habían dormido en aquella sala esa noche.
Las horas pasaban cada vez más lentas, apenas había conversación, el cansancio se iba apoderando un poco sobre todos nosotros. Sin embargo ninguno decíamos nada, intentábamos sonreír de vez en cuando, hablar de cualquier cosa, entretenernos unos a otros. Hicimos un buen grupo la verdad. Nos sentimos totalmente acompañados.

Sobre las 4.00 de la tarde vimos que aparecía el médico de Canarias, el que le había puesto los “botones” en la cabeza a Daniela. Su cara era el vivo reflejo del cansancio. Su cuerpo se iba hacia delante al caminar com
o si le costara tirar de él. Se acercó a nosotros y nos dijo: “Todo ha salido bien. Están cerrando. En breve saldrán a informarles”.
Una hora y media después entre un grupo de gente que se apelotonaba justo en la entrada de quirófanos, me pareció ver una cara conocida con un gorro verde que nos hacía señas con la mano: ¡Era el neurocirujano!
Corrimos hacia él. Expresaba alegría, sonreía.
- Bueno, ya está. Todo ha salido bien. Están terminando de cerrar. Hemos logrado quitar un 90% del tumor. Creemos que no ha sido dañado el nervio óptico. Ha sido una operación complicada y difícil, hemos tenido que adentrarnos hasta poder llegar al hamartoma por caminos entre arterias, de 2x2 milímetros, intentando en todo momento no dañar ninguna arteria. Creo que ha salido todo bastante bien. Cuando terminen de cerrar, le haremos un TAC de comprobación, pasará a la UCI y os avisarán para que podáis entrar a verla. Tardará un poco en despertarse, está sedada, y su ojo derecho lo tiene hinchado y cerrado. Ya os dije que estará un tiempo largo con ese ojo cerrado, pues es una de las consecuencias de la manipulació
n que hemos tenido que hacer, ya que hemos abierto por el lado de la sien derecha hacia atrás y eso afecta un poco a la movilidad del párpado, pero es recuperable. Bueno familia, espero que todo siga así de bien. Os dejo porque tengo otra operación. Ya nos veremos mañana.

Todos nos abrazamos. Lloré abrazada al papá de Daniela que se mantuvo siempre a la expectativa. Todavía quedaba pasar por el posoperatorio. Y tenía razón.
A las 6.00 nos dijeron que ya podíamos pasar a ver a Daniela.
La UCI era una sala enorme, rectangular, te adentrabas en un largo pasillo que te exhibía a ambos lados las camas con los pequeños niños llenos de tubos, máquinas y algún que otro peluche.
Daniela estaba en el box14.
¿Cómo d
escribir su aspecto? Recuerdo que sólo pensé: “No es mi Daniela”.
Su cara estaba hinchada, su cabeza la cubría una venda a modo de turbante por lo que no se apreciaba la herida, su ojo derecho estaba más hinchado que el izquierdo, amoratado y los dos permanecían cerrados; de su boca salían dos tubos bastante gruesos, de su nariz otros dos tubos menos gruesos, pero supongo que igual de
incómodos. Estaba desnudita, sólo la cubría de la cintura hacia abajo una sábana muy fina. Tenía unos parches en su pecho y una tablilla en la mano que le servía de apoyo, cubierta con una venda por la que se podía ver las entradas de las vías; otra vía le salía del pie derecho y de la ingle, así como una sonda urinaria. Dos aparatos enormes la vigilaban a ambos lados de la cama, como guardaespaldas, ante cualquier cosa anormal enseguida daban la alarma. El tiempo nos enseñaría a convivir con ellos, a no “saltar” del asiento cada vez que sonaba un pi-pi-pi, nos enseñaría a controlar las pulsaciones, las inspiraciones, expiraciones a través del respirador artificial, la temperatura corporal, la tensión y la saturación de oxígeno.
No olía a Daniela, sus manos y sus pies esta
ban fríos. Le dimos miles de besos y le hablamos esperando a que se despertara, aunque nos habían dicho que podía tardar pues permanecía sedada. El despertar podía ser muy lento, había pasado por una gran operación y había que darle tiempo a su cuerpo y a ella, había que esperar a que decidiera volver con nosotros.

La UCI tenía unas normas. Una de las enfermeras que iba a cuidar a Dan esa primera noche nos explicó que había unos horarios
de visita: por la mañana de 12.00-2.00; la tarde de 5.00 a 9.00 y la noche de 12.00-7.00. Nos quedamos tranquilos cuando supimos que podíamos dormir junto a Dan aunque fuera en uno de esos sillones grandes azules. Ya sabíamos cómo acomodarnos en ellos.
Muchas enfermeras se encargaron de cuidar a nuestra Daniela mañana, tarde y noche durante el tiempo en aquella gran sala. Cada una se desvivía por ella y por nosotros, permanecían a su lado controlándole todo lo que se podía controlar, tenían una mesa y una silla en cada box en donde permanecían sentadas apuntando todo lo que los aparatos marcaban, preparando la siguiente medicación, controlando todo para poder dar información a los médicos.
Estuvimos con ella solo un ratito, hablándole, acariciándola, dándole besos, pero cuando nos dijeron que ya teníamos que marcharnos todavía no había despertado. Nos fuimos a casa con la esperanza de que despertara en cualquier momento aunque también con la angusti
a al pensar cuál sería su reacción si despertaba y no nos veía cerca.
Mi cuerpo empezó a darme señales de que algo en mí no iba bien, me encontraba mal, con síntomas de resfriado mezclado con cansancio, así que decidimos que la primera noche con Dan en la UCI la pasara su padre y yo iría por la mañana, los abuelos nos relevarían por la tarde. Sabiendo los horarios de la UCI era más fácil organizarnos para los turnos.

Las noticias de la mañana fueron confusas: que si Dan había sufrido una crisis, que si le habían hecho una resonancia de urgencia, médicos por un lado, por otro. La mañana pasó y mi marido y su madre permanecieron en el hospital acompañados por la incertidumbre, la preocupación y la desesperación por saber algo. Nadie les decía nada, no les dejaban ver la resonancia, lo único que les decían era que tenían que esperar a que llegara el neurocirujano por la tarde y él les explicaría la situación.
La tarde llegó y el abuelo fue a hacer su turno. Yo seguía enferma así que me quedé en casa pegada al teléfono deseosa de noticias.
El teléfono sonó por fin y el papá de Dan no sabía cómo decirme lo que había pasado, su voz se entrecortaba, no por problemas
telefónicos sino por problemas de emociones y sentimientos, no paraba de llorar, no podía hablar conmigo.
El abuelo intentó explicarme la situación: “Anoche Daniela tuvo lo que creían una crisis, pero los médicos no estaban seguros y le han hecho una resonancia de urgencia. Hemos estado con el neurocirujano y nos ha enseñado la resonancia en donde se aprecia que Daniela ha sufrido dos infartos cerebrales, uno en el tálamo al que no le dan much
a importancia y otro en el tronco cerebral que es el que les preocupa muchísimo. Nos ha dicho que cuando le avisaron de lo que había pasado se derrumbó y pensó que la cosa estaba muy fea, pero cuando examinó a Dan y le hizo unas pequeñas pruebas le pareció que a pesar de haber sufrido los infartos había esperanza de una recuperación. Sólo hay que esperar.”

Intenté calmarme y le pedí al abuelo que me volviera a pasar con mi marido. Hablé con él lo más pausado y relajado que pude. Mi
intención era ir lo más rápido posible al hospital pero no me dejaban, pues tenía unas décimas de fiebre y un buen catarro, no iba a poder entrar en la UCI y era mejor esperar a ver cómo evolucionaba Daniela.
Al final logró calmarse y me pudo explicar lo que ocurrió esa noche en la UCI: “Estaba sentado a su lado observándola y de repente sus brazos empezaron a moverse haciendo rotaciones hacia dentro a la vez que levantaba los hombros. Me pareció que era como cuando le dan las crisis focales que se le ponen los brazos rígidos, pero esto era distinto porque sus brazos no paraban de moverse, los dos a la vez. Entonces avisé a la enfermera y me dijo que sí, que parecían crisis, pero aún así llamó al médico de guardia y le administraron un medicamento para frenar la supuesta crisis. Parecía que se le había parado, pero al cabo de unos minutos volvió a hacer los mismos movimientos, entonces llamaron a los neurocirujanos y cuando me quise dar cuenta estaban diciendo que le tenían que hacer una resonancia de urgencia. Cuando la volvieron a traer parecía más tranquila pero seguía dormida. En ningún momento abrió los ojos. Me han d
icho que han preferido mantener la sedación por si le repite algo, ahora hay que estar muy atentos aunque ellos creen que es poco probable que le repita.
Nuestra hija está en coma, no saben cuándo va a despertar, no saben por qué le han dado los infartos, ya sabes que era uno de los riesgos de la operación, pero el neurocirujano está desconcertado pues me ha explicado que tomaron todas las medidas oportunas para evitar esta situación, me explicó que durante la operación “lavaron” las arterias para que no se produjeran espasmos arteriales y evitar así los infartos, pero hemos tenido mala suerte pues los infartos se han producido en el lado contrario a la cirugía. No saben qué secuelas neurológicas podrá tener Daniela una vez que se despierte, ni si se va a despertar. Que había riesgo vital. También me ha explicado que los movimientos que tuvo son movimientos descerebrados porque no son ordenados por el cerebro.
¿Te acuerdas de todas las posibilidades que nos plantearon sobre cómo podía nacer Daniela cuando estabas embarazada de 8 meses? Pues ahora tenemos otra vez un abanico de posibilidades si Dan despierta: puede evolucionar y recuperarse lentamente ya que estamos hablando de una niña de 4 años cuyo cerebro está en desarrollo y es capaz de reponerse a todo; puede despertar y quedarse como un “vegetal”, postrada en una cama, desconectada con
el medio; puede que se mantenga en coma con respiración asistida durante tiempo sin posibilidad de saber cuándo despertará; puede que no aguante las secuelas de los infartos y que decida “marcharse”.

Esta vez era yo la que no sabía qué decir, mis ojos estaban nublados, mis lágrimas caían como cascadas, sólo quería correr y abrazar a mi hija, pero tenía que ser consecuente, fuerte, y esperar.

En cuanto remitieron los síntomas de mi resfriado me dirigí al hospital para ver a Daniela. Su estado seguía igual aunque nos dijeron que reaccionaba a estímulos y eso era una buena señal. No había tenido más crisis ni se habían repetido movimientos similares a los del infarto, pero seguía en coma y a finales de semana empezaría a tener una fiebre muy alta. A esta fiebre se le unieron unos vómitos muy raros, residuos gástricos con sangraza, que le daban un aspecto lastimero. Nunca pensé que un cuerpito tan pequeño, tan frágil, pudiera aguantar tantas cosas.
Durante ese fin de semana su estado empeoró muchísimo. Los médicos eran muy pesimistas, su neurocirujano que siempre se mostraba optimista y veía en Daniela una niña fuerte que podía superar la situación, lo veíamos abatido, triste, sin esperanzas, cuando nos hablaba sus ojos se inundaban.
La fiebre cada vez era más alta, era una fiebre central, interna, es decir, no era una fiebre por una infección que con antibióticos podría
remitir. Pero no, aunque tenía antibióticos, este tipo de fiebre la manda el cerebro. Todo en su cabeza estaba descontrolado, su cuerpo no podía hacerle frente a esa temperatura que llegó hasta 42º. Los médicos ordenaron inyectarle a través de las vías suero frío, ponerle en su cuerpo gasas empapadas de agua fría, las cuales había que cambiárselas constantemente pues se calentaban enseguida, ponerle ventiladores a los lados de su cama para refrescarla.
No se pueden imaginar cómo estaba su cuerpo: ¡helado! Pero la fiebre persistía. Todo lo que se le ponía no surtía efecto. Las noches fueron tremendas, los vómitos aumentaron y su estado cada vez era peor.
Los médicos nos avisaron que en cualquier momento podíamos perder a Daniela.

Siempre he dicho que nuestra vida con Daniela ha sido, desde que nació, como una montaña rusa, un ir y venir de alegrías, tristezas, de noticias buenas, noticias malas, esperanzas, desesperanzas. Algo en mi interior me daba golpes de incredulidad, no es que no quisiera aceptar la situación, yo sabía l
o que estaba pasando, estaba viviendo esa situación y siempre he sido muy realista, sin embargo a pesar de ver a Daniela llena de tubos y en ese estado, no me veía sin ella, alguien me decía en lo más profundo de mi ser que Daniela seguiría luchando y que saldría bien de allí. Esos pensamientos los compartí con mi marido cuando una noche rompió a llorar desolado. Nos consolamos pensando que a lo mejor todavía había alguna esperanza.
Ese fin de semana lo vivimos muy intensamente. Fueron horas de asimilación, aceptación y enfrentamiento con la dura realidad. Horas de informar a la familia de lo que podía pasar, la familia que permanecía en Las Palmas expectantes a la evolución de Dan, intentando
poner buena cara y mostrar alegría delante de Natalia para que no se preocupara por el estado de su hermana. Ella era la otra parte de esta gran historia, la parte que a pesar de su infancia, entendía, oía y comprendía la situación, pero que en su imaginación infantil podía crear historias equivocadas; había pues que tener cuidado de que no recibiera informaciones erróneas. Su abuela que estaba cuidándola tendría que soportar el duro momento sin que Natalia se diera cuenta. Si llegaba el fatal desenlace, nosotros tendríamos la difícil tarea de comunicárselo.
Esperamos, como siempre, esperamos a que se produjera el milagro, con el corazón lleno de esperanzas. Los médicos pasaban por su cama, leían los informes de las enfermeras. Sus caras reflejaban desolación.
El domingo por la noche Daniela empeoró considerablemente, no paró de vomitar y la fiebre se mantenía. Una de sus piernas empezó a inflamarse a la altura de la rodilla, estaba roja y caliente. No sabían a qué se debía.


La mañana llegó y una nueva semana comenzaba. Ya había pasado una semana de la operación, Daniela permanecía en coma, entubada para respirar, pero, gracias a Dios, parecía más calmada. Los médicos decidieron que lo mejor era quitarle la respiración asistida para evitar infecciones y comprobar si podía respirar sola. Le pondrían una mascarilla en momentos puntuales para ayudarla, pero la intención era dejarla respirar sola. Sin embargo nos avisaron que podía ocurrir que su respiración fuera tan débil, tan insuficiente que para no volver a entubarla le tendría que hacer una traqueotomía.
Creo que la primera semana fue una gran prueba de fortaleza y valentía. Daniela nos volvió a demostrar que nació para vivir.


El comienzo de la segunda semana fue milagroso. Una vez que le quitaron la respiración asistida y a pesar de que respiraba débilmente, ella seguía luchando. La fiebre empezó a remitir igual que los vómitos y mientras los días pasaban, pasaba también el estado crítico de Daniela.
El milagro llegó el miércoles. Daniela abrió su ojo izquierdo, fijó un poco la mirada y emitió una especie de llanto, un llanto ronco, distinto al que ella emitía antes, un llanto que parecía c
omo si quisiera comunicarse. Todo nos parecía maravilloso, nos encontrábamos ante una situación totalmente distinta, la respuesta de Daniela era positiva: comenzó a toser, respondía a las cosquillas que le hacíamos en los pies... Los médicos nos animaron. Existía la posibilidad de que Daniela se recuperara.

¿Qué les puedo decir ante esta situación? Sé que al leer un relato la imaginación nos ayuda a comprenderlo creando imágenes, creando personajes, imaginando cómo son, cómo son los lugares, las descripciones ayudan, pero la realidad supera la ficción. Como se dice, por mucho que describas, por muchos detalles que aportes, por mucho que conozcas a las personajes, sólo el que p
asa por una situación así sabe lo que una persona es capaz de aguantar, sufrir y luchar por la vida de una hija.
Cada día era un progreso: empezaron a suministrarle alimentación a través de una sonda por la nariz (sonda transpilórica) que aceptó muy bien, le quitaron la medicación que le habían puesto ya que había empezado a tener diabetes insípida (algo normal en estos casos) sólo la tuvo tres días, aunque mantuvieron los antibióticos para prevenir; le quitaron la vía central (ingles) y se la pusieron periférica (brazo) así se evitaba el riesgo de infección; los fisioterapeutas le realizaban ejercicios en la cama para favorecer su movilidad; le quitaron la sonda para hacer pis; los días pasaban y su llanto se hi
zo más intenso sobre todo cuando notaba que llegábamos, era como si se emocionara; estábamos seguros de que reconocía totalmente nuestras voces. Se emocionaba también cuando le poníamos en el ordenador su grupo favorito: Los Cantajuegos.

El verdadero milagro llegó el lunes. Comenzaba la tercera semana con una gran noticia: ¡Daniela podía subir a planta!
Fue una gran sorpresa para todos ya que en apenas cuatro días la recuperación había sido espectacular y casi in
creíble.
La habitación que ocupamos y en la que estarí
amos bastante tiempo era la 809. Los médicos nos habían dicho que la estancia podía ser larga pues había que esperar la evolución de Daniela, así que nos organizamos para hacer turnos: por la noche siempre nos quedábamos mi marido o yo hasta el mediodía del día siguiente ya que los médicos siempre pasaban por la habitación por las mañanas y era conveniente que habláramos con ellos; los abuelos nos relevaban toda la tarde hasta las 8.00-9.00 de la noche. La verdad, es que lo llevábamos bien.
La rutina se instaló en nuestra vida en Madrid. Siempre hemos procurado que Daniela tuviera un orden en su vida, hiciera lo que hiciera y estuviera con quien estuviera. Todos teníamos que cumplir y mantener ese orden por el bien de ella.
La primera semana en la habitación fue para organizarnos, pero sobre todo nos preparamos para poder soportar el tiempo que debíamos pasar allí. Nos habían dicho que podía ser mucho tiempo o poco. Todo era esperar.
ESPERAR

El día comenzaba a las 7.30-8.00. Una enfermera entraba y le ponía el termómetro. Mientras intentabas arreglarte un poco y
recoger la habitación, Daniela permanecía en su cama tranquila. Acto seguido una auxiliar entraba para dejarnos unas sábanas limpias, un pijama, una toalla y una esponja que facilitaba el aseo de Daniela.
Los neurocirujanos siempre eran los primeros en pasar por la habitación para verla. A veces te daban buenas noticias otras veces no. Siempre llegaban todos juntos, todo el equipo, y opinaban y nos preguntaban cómo veíamos a nuestra hija. Los endocrinos llegaban después y nos daban la pauta sobre la alimentación y la medicación. Los nutricionistas normalmente pasaban cuando tomaba el desayuno, comprobaban cómo iba la alimentación por la sonda que se realizaba conectando el tubo de la sonda a otro que salía de una botella que contenía un batido de vainilla, un complejo alimenticio con todo lo que se necesita para estar en forma (ellos darían la orden de retirar la sonda y empezar la alimentació
n por boca). Los neurólogos apenas pasaban, daban las órdenes de la medicación a las enfermeras y en alguna ocasión, si insistíamos mucho para verles, aparecían por la habitación para hablar con nosotros.
Cuando todos los especialistas terminaban las consultas por la habitación y Daniela ya se había tomado su desayuno con las medicinas, comenzábamos el aseo.
El aseo era una odisea. Colocábamos empapadores en la cama y con una palangana llena de agua procedíamos a lavarla con la estupenda esponja de jabón; la crema hidratante era fundamental para que su cuerpo se sintiera fresquito y no se produjeran heridas, importante también era cambiarla constantemente de postura; los dientes también se los lavábamos con un dedil de silicona con forma de cepillo de dientes al que le poníamos un poquito de past
a. En la UCI cuando estaba entubada para respirar le aplicaban unas cantidades enormes de vaselina para hidratar sus labios, pero los restos de vaselina se iban acumulando en el paladar y en la lengua formando una costra que nos costó muchísimo eliminar, gracias al dedil de silicona y raspando mucho lo logramos.
El olor que desprendía Daniela en casa era un olor especial, una mezcla de olor a bebé y ropa limpia. Ese olor tan característico lo echábamos de menos; ahora era un olor distinto aunque usáramos las mismas cremas, era un olor artificial, un olor a hospital, medicinas, desinfectante…, que nos impregnaba también a nosotros. Aún así su aseo era fundamental.
Por último venía lo mejor, llegaba el momento del ocio. Cuando nos dieron permiso para levantarla un poco, la poníamos sentada en el sillón azul con el ordenador enfrente y le poníamos Los Cantajuegos, o sus dibujos preferidos: Dora la exploradora.
Un día el neurocirujano nos dijo que podíamos pasearla por la planta y propusimos llevarle su silla, ya que pretendían ponerla en una silla de ruedas del hospital llena de almohadas alrededor para que encajase bien, así que viendo tal panorama se nos ocurrió esa idea y la aceptaron de buen grado. Para Daniela fue genial ya que era una silla que ya conocía y su cuerpo sensible y totalmente débil (les costaba mantenerse sentada) estaba totalmente acomodado.
El tiempo de ocio se trasladó entonces fuera de la habitación para que la rutina cambiara un poco. Así que nos íbamos a dar paseos por el pasillo de la planta, llegábamos a la sala de espera donde había un gran ventanal, por el que sólo veíamos edificios, pero por lo
menos teníamos la luz del sol. Allí nos sentábamos mirando al cielo de Madrid deseosas de poder salir pronto de aquel hospital, allí pasábamos las horas, yo leyendo y ella viendo sus dibujos o mirándome fijamente, tranquila, relajada hasta que llegaba la hora de ir al gimnasio para hacer la rehabilitación.
Las primeras semanas, las fisioterapeuta nos visitaban en la habitación y aunque los ejercicios no le gustaban a Daniela, ellas siempre los hacían con gran alegría, animándola y ofreciéndole una cantidad de besos, caricias y abrazos que compensaban el dolor y las molestias que Daniela podía sufrir. Cuando ya pudimos pasear por la planta también nos dieron permiso para bajar al gimnasio y realizar la rehabilitación allí.
La primera semana en la habitación pasó muy rápido y a finales de semana nos llegó un gran regalo de Las Palmas: ¡Natalia!

Natalia llegó a Madrid acompañada por su padre que había ido a Las Palmas unos días antes por motivos laborales (sus días de permiso se estaban acabando). Llevábamos sin vernos casi un mes. Demasiado tiempo, sobre todo para Natalia que nunca se había separado de nosotros más de una semana seguida.
La alegría fue mayúscula, nunca pensé que pudiera cambiar tanto en ese tiempo. Estaba más grande, más persona, más adulta. Ella no paraba de abrazarnos, de reír, de saltar. La primera noche nos fuimos las dos juntas a cenar y a pasear por las calles de Madrid, mientras su padre se iba a cuidar de Daniela. Todo era perfecto.

La segunda semana en la habitación comenzaba con otro cambio: la comida.
Los médicos decidieron que había que empezar a estimular la alimentación por boca, es decir, aunque tuviera la sonda, había que darle de comer algo por boca para comprobar si tenía el reflejo de comer y tragar. Llevaba un mes alimentándose por sonda y eso no era bueno. Era otra prueba más, una prueba con riesgos. Riesgos a que se produjera un atragantamiento, un ahogo, pero lo peor era que Daniela hubiera perdido, debido a los infartos, la mecánica de tragar, que no pudiera comer. Eso significaría que tendrían que hacerle, lo que coloquialmente llaman una gastro, es decir, alimentarla directamente por el estómago a través de una válvula que le pondrían en la barriga conectada al estómago, por ella se le administraría la comida con jeringuillas.
La primera prueba fue darle un poco de yogur. Aunque nos habían avisado que el proceso podía ser lento, que los primeros días seguramente no comería nada, no podría tragar, nuestra decepción fue enorme cuando al darle la punta de la cuchara con yogur apenas hizo gesto alguno, ni saborear, ni tragar, ni salivar. Nada. Aún así todos los días le ofrecíamos un poco de yogur, alguna natilla, y pedíamos a Dios que nos ayudara para superar esta nueva prueba, teníamos la convicción de que Daniela estaba poniendo todo de su parte para que no tuviera que alimentarse de otra forma.
Hasta que pasados tres días, Daniela comenzó a saborear las natillas y tragar un poco. Tanto le gustaron que al día siguiente su padre nos mandó a Natalia y a mí una foto de una Daniela muy sentada en la cama con su boca llena de natillas de chocolate. “¡Chocolate, mamá! Si a ella no le gustaba el chocolate”, me dijo Natalia cuando la vio. Pues ahora parecía que sí.

Natalia y yo habíamos regresado a Las Palmas. Yo sólo fui para llevar a Natalia y ver a mi madre, a mi familia para transmitirles que pese a lo momentos duros que habíamos pasados, Daniela seguía luchando y que había buenas perspectivas. Sin embargo antes de irnos de Madrid, Natalia me preguntó si podía ir a ver a su hermana.
La idea de llevar a Natalia al hospital la habíamos barajado pero nos llenaba de dudas la posible reacción de ella al ver a su hermana en aquel estado. Aunque Daniela se estaba recuperando, mantenía la sonda en la nariz, su llanto era distinto, casi fantasmal como muy bien lo describió Natalia cuando la oyó, su grado de conexión con el medio era nulo, no respondía a la llamada, no te miraba, su estado era casi vegetativo. No era una situación fácil ni una escena agradable, pensábamos que lo mejor era que Natalia la recordara como era antes, pero por otro lado nos venía a la mente la posibilidad de que Daniela se quedara de aquella manera (como nos habían dicho los médicos) y si era así lo mejor era que su hermana se fuera preparando para ello.
Una de esas cosas que a veces haces sin pensar dio un buen resultado. Unos días antes de llegar Natalia a Madrid le hice a Daniela un video en la habitación donde aparecía muy tranquila y con buen aspecto. Como nuestra idea, en un principio, era que Natalia no fuera a verla, le dijimos que en el hospital no permitían la entrada a menores de 12 años (cosa cierta), pero que tenía un video que le iba a demostrar que su hermana estaba bien y que no debía preocuparse. Ella se quedó satisfecha y tranquila, es más, comentó que no parecía tan malita como ella había creído.

Natalia es una niña que nunca dirá nada si no está segura. Nunca te pedirá hacer algo si no está lo suficientemente segura de que será capaz de hacerlo. Así que los días que estuvo en Madrid no mencionó en ningún momento el ir a ver a su hermana. Parecía que se había quedado conforme con la explicación que le habíamos dado y con el video que le mostré. Pero nuestra sorpresa llegó cuando la noche antes de irnos, me preguntó:
-Mamá ¿tú crees que si papá le pregunta a las enfermeras si puedo ir a ver a Dani, me dejarán?
-¿Estás segura? –dije yo asombrada.
- Sí. Quiero ver a mi hermana antes de marcharnos. Creo que estaré mejor.
- Bien. Pues nos tendremos que levantar temprano para que nos dé tiempo ya que el avión sale al mediodía.
- Te prometo que en cuanto suene el despertador me levantaré.
Las enfermeras por supuesto no pusieron ninguna objeción sobre todo porque era un caso especial. Sólo iban a ser unos minutos, unos minutos que se hicieron eternos e intensos, unos momentos de gran complicidad entre las hermanas que nos vino a demostrar, una vez más, que la unión que existe entre ambas es increíble, que Da
niela tiene la mayor suerte de este mundo al contar con una hermana como Natalia. Sólo esperamos y deseamos que esa unión nada ni nadie la rompa y que Daniela el día de mañana valore todo lo que su hermana ha hecho y hará por ella.

Mi regreso a Madrid fue triste. No me quedaba más remedio que dejar a Natalia otra vez con mi madre y aunque ella se mantuvo fuerte yo sabía que lo estaba pasando mal. Su padre regresaría pronto pues tenía que incorporarse a trabajar y yo me quedaría hasta que Daniela pudiera salir del hospital.

Un mes después de la operación todavía permanecíamos en aquella habitación de hospital pero con grandes logros. Daniela cada día progresaba más en la alimentación, las natillas se las tomaba enteras y los nutricionistas decidieron empezar a darle papillas de cereales para desayunar. No estábamos muy convencidos de que le gustaran pues antes de la operación lo habíamos intentado en casa para quitarle el biberón y no tuvimos éxito, pero como siempre Daniela sorprende y alegra. La primera papilla de cereales casi se la termina y su cara era de puro placer, así que al día siguiente viendo el buen gusto de Dan, los nutricionistas propusieron un nuevo reto: el puré con pescado o con pollo triturado dentro.

Vaya, vaya con Daniela. Eran increíbles las ganas que tenía de mejorar y de salir de allí. Parecía como si hubiese captado la intención de los médicos o les hubiese oído lo que decían porque al ver que estaba aceptando tan bien la alimentación nos habían dicho que si seguía así podrían quitarle la sonda, ya que la alimentación por ella casi se había suspendido, apenas le daban un poco por la noche. Eso significaba que sin la sonda el día del alta hospitalaria estaba más cerca, aunque el estado de Daniela seguía siendo casi vegetativo, un poco más conectada, pero con un llanto permanente, una irritabilidad constante en ella, algo que ni los propios médicos sabían decirnos cuándo podía desaparecer, podría ser una secuela del infarto del tronco cerebral.
Era angustioso, desesperante, oírla llorar y quejarse de esa forma. Una niña tan alegre con una sonrisa tan bonita, con una carcajada tan contagiosa, siempre decíamos que su risa se parecía a la que sale en Internet en esos videos de niños que contagian a todo el mundo. No era justo.

El aspecto de Daniela no era muy bueno, su ojo derecho permanecía todavía cerrado y a veces amanecía con él hinchado y lleno de legañas; su mano derecha apenas se movía y a ella le costaba mover todo su cuerpo, por las noches había que cambiarla de postura varias veces; su grado de desconexión era profundo, sólo notábamos algo de reacción en ella cuando hablábamos, pero no mostraba ningún signo de alegría, no reía, no emitía ningún sonido, sólo movía su ojo izquierdo pero no fijaba la mirada, su pupila estaba totalmente dilatada. Su llanto cada vez que se la movía era ensordecedor, desesperante. Además la sonda le había provocado una herida en la nariz, como una llaga, que le dolía horrores. La maldita sonda.
Era un reto, había que quitar cuanto antes la sonda. Sí, sabía que gracias a ella podíamos administrarle la medicación a Daniela ya que por boca todavía no lo habíamos probado, pero mantenerla intacta y en condiciones era en verdadero suplicio.
Verán la sonda naso gástrica era un tubo que se introducía por la nariz hasta llegar al estómago. Si no se hacía el lavado de la sonda después de suministrar las medicinas se corría el riesgo de que se obstruyese y eso quería decir que había que quitarla y poner una nueva y para Daniela era un sufrimiento. Todo era tan fácil como “enchufar” una jeringuilla enorme llena de agua a la sonda después de suministrar las medicinas, así era el lavado, pero no se podía esperar ni un minuto pues había una medicina que era granulosa y si no poníamos el agua rápido se quedaba al final de la sonda y ya la habíamos fastidiado.
¿Cuántas veces creen que tuvieron que quitarle la sonda a Daniela? Pues nada menos que tres veces. Al final una de las enfermeras nos enseñó cómo le debíamos poner el agua y las medicinas a petición nuestra y accedió. De esa manera nosotros estábamos seguros y tranquilos. La sonda no se volvió a obstruir.
No quiero decir con esto que las enfermeras no hicieran bien su trabajo, pero la planta siempre estaba llena de enfermos y las enfermeras y auxiliares eran pocas, además hay que tener en cuenta que nuestra planta estaba destinada a la cirugía pediátrica. Allí había niños operados de cualquier cosa, la mayoría de “cosillas” en la cabeza por lo que necesitaban asistencia continuamente.
La crisis de este país no sólo afecta al recorte de material también al recorte de personal, incluso en los hospitales donde todo el personal siempre se hace poco.

En este mundo hay gente para todo, hay padres que se involucran más o menos en la enfermedad de su hijo o simplemente no se atreven a hacer alguna cura ,o dar unas medicinas, o consideran que ese es el trabajo de las enfermeras y auxiliares y que ellos no tienen por qué hacerlo. Nosotros después de tanto tiempo allí nos involucramos en la estancia y en el bienestar de nuestra hija y de todos nosotros. No nos importaba hacerle la cama mientras la auxiliar recogía otras cosas, no nos importaba cambiarle el pijama, no nos importaba llevar la bandeja de la comida al pasillo, no nos importaba llevar la ropa sucia al cesto que tenían en el pasillo mientras hacían otra habitación. Podías esperar a que te lo hicieran ellas, siempre lo decían, pero ¿para qué? Nos resultaba más gratificante poder bañar nosotros a Daniela, ponerle su pijama limpito y cambiarle las sábanas que estar de pie viendo cómo lo hacían otras personas, además en un santiamén lo hacíamos y después teníamos más tiempo de ocio.
La convivencia, saber convivir, es importante aunque estés en un hospital. Las cosas pequeñas, los detalles importan y nuestra actitud favoreció la relación con todo el personal de la planta. Nos sentimos, en todo momento, queridos, arropados por todas las enfermeras y auxiliares, ellas comprendían perfectamente por lo que estábamos pasando y nos ayudaban en todo lo que podían, pero también agradecían que tú las ayudaras a ellas.
Las malas noticias podían aparecer con la visita de los médicos. Tanto las enfermeras como las auxiliares estaban siempre pendientes de lo que nos habían dicho. Se agradecía que en algunos momentos críticos tuvieras a alguien cerca.
Un día en el que apareció todo el equipo de neurocirujanos muy temprano, en sus caras se reflejaba una sombra de tristeza, se les notaba insatisfechos. Hacía unos días que a Daniela le habían hecho una nueva resonancia de control. Ya había pasado un mes de la operación y de los infartos así que con esa nueva resonancia se podía ver más claro la “huella” de dichos infartos. La explicación fue breve, concisa:
- En la resonancia se aprecia un infarto de tronco, otro en el tálamo, que ya sabíamos. Pero ahora se ha visto la presencia de otro infarto que no sabemos por qué no se apreciaba en la primera resonancia. Afecta a la zona parietal derecha, y creemos que la desconexión que sufre Daniela se debe a este infarto. No sabemos qué alcance tendrá, qué secuelas neurológicas puede dejar. Habrá que esperar la evolución.
- ¿Puede seguir en este estado “vegetativo”, sin reaccionar a ningún estímulo? –pregunté desconcertada y angustiada.
- Sí, es probable, pero también puede ser que con el tiempo vaya recuperándose. Su cerebro está todavía desarrollándose, es una niña de 4 años que todavía puede sorprendernos. Es muy difícil que vuelva a su estado anterior al cien por cien, pero hay que esperar. Lo que necesita Daniela en cuanto llegue a casa es mucha rehabilitación, estimulación total.

El mundo se nos vino encima. Otra vez esperar, otra vez empezar de nuevo. Todo lo que habíamos conseguido durante 4 años con la rehabilitación, el trabajo en casa, la estimulación diaria, todo se había quedado en la mesa de operaciones. Daniela estaba como cuando nació, creo que aún peor. Sólo pensaba que tenía que volver a ir a todas las rehabilitaciones, volver a enseñarla a moverse, a reconocernos, a coger cosas, a comer...
Mis temores se desvanecieron cuando en mi mente surgió la imagen de la figura de San Juan de Dios con ese niño desvalido en brazos. ¡Pero si Daniela estaba matriculada en San Juan de Dios! No iba a tener ningún problema cuando fuésemos a Las Palmas porque allí la estaban esperando con gran cariño todo el personal para estimularla y ayudarla a recuperarse. No tenía la menor duda, pues durante nuestra estancia las llamadas y los mensajes tanto de su profesora como de sus fisios fueron constantes, haciéndonos llegar el apoyo y el ánimo de todo el personal. Respiré aliviada y tranquila. ¡Gracias a todo San Juan de Dios!

Los días siguientes fueron tristes, apagados, el tiempo tampoco acompañaba mucho. Madrid permaneció gris, lluvioso, aunque sin frío, durante días. La única alegría era comprobar que Daniela seguía comiendo bien: comenzó con el puré de pescado, otro día probó el de pollo y los yogures y natillas se las comía cada vez más rápido al igual que la papilla de cereales.
La siguiente prueba era darle las medicinas por boca. La sonda permanecía sólo por eso. Aunque la comida ya no se la administraban por la sonda, las medicinas sí porque no sabíamos si las iba a tolerar bien por el sabor tan fuerte que tenían. Pero había que intentarlo y empezamos por darle el jarabe mezclándolo con la papilla de cereales. Y… ¡Bingo!
El problema surgió con la otra medicina, una medicina que sólo se usa en la UCI, se administra por vía intravenosa, así que su sabor era horrible, imposible tragarla (lo sé porque la probé). Daniela no podía con ella, sus ganas de vomitar eran más que evidentes y corríamos el riesgo de que cogiera manía a la papilla, así que desistimos y se la dábamos por la sonda.
¿Qué podíamos hacer? Sólo faltaba acostumbrarla a esa medicina para que le quitaran la sonda y de esa manera poder irnos a casa.
Los neurólogos pasaron un día y le comentamos la posibilidad de quitarle dicha medicina pues llevaba tiempo sin crisis. Nos dijeron que no era conveniente pero que podían cambiarla de forma, es decir, dársela en pastillas que es su forma oral y no intravenosa.
¡Qué maravilla! Fue una alegría comprobar que una vez triturada, la dichosa pastilla se disolvía genial en la papilla y Daniela apenas la notaba. ¡Por fin lo habíamos conseguido! ¡Por fin le podían quitar la sonda!
Sin embargo tuvo que pasar casi una semana más para que los médicos se decidieran, pues decían que necesitaban estar seguros de que toleraba bien tanto la alimentación como la medicación por boca.

Los días pasaban y el papá de Daniela empezaba a ponerse triste porque sus días en Madrid estaban contados. Tenía que volver a Las Palmas e incorporarse a su trabajo. Su anhelo era poder irse con la imagen de Daniela sin sonda, para él supondría una preocupación menos y la certeza de que pronto nos darían el alta.
Le tocaba el turno de noche-mañana y después del desayuno me mandó una foto al móvil. Aparecía con Daniela y pensé que me daban los buenos días. No fue hasta que la miré otra vez cuando aprecié algo extraño en Daniela. ¡No tenía la sonda! Su cara aparecía limpia.
La marcha de mi marido me produjo una gran tristeza. Su apoyo, su compañía eran fundamentales para mi estado de ánimo. Los abuelos permanecieron a mi lado, hombro con hombro, ofreciendo ayuda para los turnos; eso y su apoyo paliaba y suavizaba la tristeza aunque también la mitigaba el saber que Natalia ya estaba con uno de nosotros y eso para ella fue una gran alegría.

Los últimos días de hospital pasaron lentos, los turnos de noche los hacía yo hasta el mediodía y después me relevaban los abuelos hasta la noche.
El estado de Daniela seguía igual, su quejido constante era preocupante, pero los médicos nos decían que era una buena señal, pues significaba que quería comunicarse. Las últimas pruebas que le hicieron (electro, analítica) no mostraban ninguna novedad, todo seguía igual.

El día 28 de marzo llegó la gran noticia: ¡nos podíamos ir a casa! No nos lo podíamos creer.
Recogimos todas las cosas de la habitación. ¡Jesús! Hay que ver cómo acumulamos cosas cuando permanecemos mucho tiempo en algún sitio.
Daniela salió del Hospital 12 de Octubre de Madrid a las 5.30 bien vestida y bien peinada.
Pasamos una semana más en Madrid antes de regresar a Las Palmas. Fue una semana dura.
Daniela tenía que adaptarse a su nueva situación, a su nueva vida y nosotros también. Ya no era la niña alegre, que participaba en todo, que te correspondía con besos y sonrisas. Ahora teníamos que acostumbrarnos a su poca movilidad, a su constante irritabilidad, lloraba por todo, continuamente, cualquier movimiento en su cuerpo, para cambiarla, para ducharla, para sentarla, era un quejido acompañado de llanto. Se podría decir que sólo permanecía tranquila cuando dormía. La situación era desesperante. Los abuelos se mantenían con un ánimo tranquilizador, aguantaban la situación intentando calmarla con canciones, mimos, pero yo sabía que les costaba mucho verla así, como a mí.
Dos días antes de irnos regresamos al hospital para una consulta rutinaria. Su neurocirujano quería “echarle un vistazo” antes de coger el avión. Lo primero que le pregunté fue si había algo que pudiera calmar esa irritabilidad en Daniela. Me propuso esperar y tener un poco más de paciencia pues él estaba prácticamente convencido de que el estado de Daniela cambiaría en cuanto llegara a casa, en cuanto empezara a tomar contacto con su ambiente, con su familia, con su hermana. Todo le beneficiaría enormemente.

El gran día llegó. ¡Por fin! El día 2 de abril (sábado), mi marido regresó a Madrid para buscarnos y ayudarnos durante el viaje, para mí era tranquilizador pode viajar con él. Nuestro “chófer oficial” nos llevó al aeropuerto. Apenas habló durante el trayecto. Aunque estaba contento por la recuperación de su sobrina-nieta, yo sabía que le entristecía perderla de vista, igual que al resto de la familia madrileña. Todos nos ayudaron mucho durante la larga estancia en Madrid, creo que parte de nuestra fuerza y ánimo se debió a vernos tan arropados y queridos por todos, no sólo por la familia sino también por nuestros amigos madrileños.
¿Se imaginan si hubiésemos ido a EEUU? ¿Se imaginan si todo esto nos hubiese ocurrido en EEUU? En todo momento fuimos conscientes de que esta situación, la mala suerte de que Daniela sufriera esos infartos, podría habernos pasado en cualquier lugar: aquí, en EEUU, o en Pekín. Imaginar los días en un hospital extranjero, sin familia, con un idioma diferente, sin poder ver a Natalia hasta no se sabe cuánto tiempo… Todavía hoy, después del tiempo pasado, sólo pensarlo me produce escalofríos.

La despedida fue corta, no queríamos alargar la tristeza, aunque pronto nos volveríamos a ver, pues dentro de un mes teníamos que regresar a una revisión.
El viaje se hizo agradable, Daniela se portó genial y tanto los abuelos como nosotros estábamos impacientes por llegar.
Siempre he pensado que el neurocirujano de Madrid a pesar del estado de Daniela fue muy optimista, nos transmitía serenidad y esperanzas, por eso el fatídico día en que nos anunció que no había muchas esperanzas, el mundo se nos vino encima. Él que siempre había visto algo de mejoría en Daniela, él que siempre nos decía que había que esperar, que ella podía salir de aquella situación, él que siempre aparecía con una sonrisa, que siempre te saludaba afectuosamente con un “¿Qué tal familia?”, aquel día no era “él” y su pesimismo nos hundió.

Al llegar a casa el mejor regalo que nos encontramos fue la cara de Natalia. No creo que haya palabras para poder explicar cómo se refleja la felicidad y la alegría en una niña de 9 años que llevaba casi dos meses sin ver a sus padres y la angustia de saber que su hermana había tenido que pasar por una operación tan delicada.
Natalia siempre ha sido sabedora de la enfermedad de su hermana e incluso de lo delicado de la operación, pero consideramos que no era oportuno contarle en la distancia lo que había ocurrido. En su breve estancia en Madrid, en la que al final quiso ver a Daniela, tampoco quisimos enturbiarla con malas noticias. Aquel día creo que Natalia fue consciente de que su hermana había pasado por algo muy malo, independientemente de la operación, creo que sabe que algo más que eso le ocurrió a Daniela. Nunca nos ha preguntado nada, y sigue sin hacerlo (creo que no lo necesita, es bastante inteligente) tan sólo se ha dedicado por completo al bienestar de su hermana, como siempre, se ha dedicado a enseñar a Daniela cosas que parece haber olvidado pero que con el tiempo nos hemos dado cuenta que están en su cabecita y que sólo hay que “encender el interruptor” para que vuelva la luz.
La “primera luz” apareció en el rostro de Daniela cuando nada más entrar en casa y abrazar a su hermana, aún sentada en su silla, se incorporó un poco y a pesar de tener su ojito derecho cerrado, con el otro recorrió todo el salón, como si captara en una sola imagen un vivo recuerdo: su casa. Ya estaba en su casa.
Las palabras del neurocirujano volvieron a mi mente: “Espera a cuando llegue a casa, en su ambiente, ya verás que Daniela empezará a recuperarse y seguro que volverá a conectarse. Mejorará con el tiempo. Estoy seguro”.
Y así ha sido.

Escribiendo este relato, que me ha permitido recordar y volver al pasado para recopilar detalles, leer lo escrito a mi marido para que opine, me he dado cuenta de lo que realmente hemos pasado, no sólo nosotros sino los abuelos acompañándonos en todo momento, la familia de Madrid siempre pendiente de que no nos faltara nada,la familia de Las Palmas, los amigos de allí y de aquí animándonos con sus visitas, con sus llamadas, con sus mensajes; nos hemos dado cuenta, de lo que realmente importa, de que sólo tenemos una cosa importante que hacer en este mundo: VIVIR

Foto tomada el 18 junio 2011

4 comentarios:

cirugia plastica dijo...

que historia por Dios!! que suerte que todo haya salido bien
me alegro mucho
bendiciones para toda tu familia

Anónimo dijo...

Muchas gracias! Seguimos luchando. Daniela sigue luchando.

Anónimo dijo...

hola, nunca pense que una profesora mia hayA tenido que sufrir y superar esta situacion.
Querria enviarle un mensaje, aunque ella nunca sepa quien soy y ni se lo imagina. Bueno, el caso es que para poder sobrellevar una situacion como esta tienes que ser una persona muy fuerte, obviamnente, estoy segura de que tuviste tus bajones pero eso es normal.
Me llamó la atencion dos cosas, la primera lo de la coraza, sé perfectamente lo que es eso, te protege y te ayuda a amortiguar los golpes mas fuertes, es como un escudo, yo lo utilizo mucho, esa es la verdad.
y la segunda es como convertías una situacion tan grave y dolorosa en algo positivo, en una experiencia positiva, en algo que con el tiempo acabas superandolo.

Pienso que no te equivocaste en nada, vamos, que hiciste lo correcto. Y eso demuestra que eres una persona admirable. Yo te admiro, antes pensaba que eras una profe mas pero ahora para mi eres mas que eso, eres el puro ejemplo de la superacion. Ahora te considero una persona fuerte, buena, sincera y sensible.
solo queria que lo supieras.
Un gran abrazo para ti y para toda tu familia. Tienen mi apoyo incondicional.
¡¡¡¡¡FELIZ NAVIDAD!!!!!!
XD

Anónimo dijo...

Muchas gracias por tus palabras de apoyo y de ánimo. Sabes que puedes contar conmigo para lo que quieras. Poco a poco vamos cambiando y nos vamos haciendo fuertes. Te deseo todo lo mejor.
Feliz Navidad
Aida