jueves, 26 de marzo de 2009

Capitulo 2

¿Se acuerdan de aquella frase: NO OPERAR? Bueno, pues parece que ahora es: SÍ OPERAR.

Es increíble cómo cambian las cosas en tan sólo un par de meses. Ya he celebrado mi segundo cumpleaños y sigo disfrutando, lo que me dejan, de esta maravillosa vida.

Cuando conté la primera parte de mi historia, les dije que estaba a punto de entrar en una nueva “casa” llamada Centro Base, ¿verdad?; pues ya llevo unos cuantos meses recibiendo clases de Atención Temprana con mi nueva terapeuta. ¡Es magnífico! A pesar de tener que ir a varias “casas” distintas, merece la pena tanto esfuerzo; y además tenemos un taxi-abuelo que nos lleva y nos va a buscar. Así mamá va más relajada sin la preocupación de buscar, como una loca, aparcamiento. ¡Muchas gracias, abuelo!

Al principio me aturdían un poco las clases, era mucha la información que estaba recibiendo y, claro, mi cabecita, al no tener al único “inquilino” que debía estar, el señor cuerpo calloso, necesitaba más tiempo para ordenar y procesar toda la información que recibía. Puede ocurrir y de hecho me ocurrió al principio, que al recibir tanta información y de forma tan rápida, mi cerebro no tenía tiempo de asimilarla y entonces empezó a sonar la alarma, es decir, las crisis tontas, que me hacen ponerme rígida y ausentarme algunos segundos, aparecieron y me dejaban totalmente bloqueada. Mi terapeuta iba a un ritmo un poco acelerado, en las primeras sesiones: me enseñaba varios juegos, me ponía de pie, me enseñaba palabras… ¡Uf! ¡Cuánto trabajo! Pero todo consiste en tener paciencia.
Mamá le explicó entonces, que lo mejor era trabajar un poco más despacio conmigo hasta que me fuera acostumbrando a las clases. Y así lo hizo.
A partir de ese día mi “profe” me iba enseñando poco a poco, esperando unos segundos cuando me daban las crisis tontas para que yo me recuperara; me daba tiempo para ver, escuchar, manipular todo lo que me ofrecía de juegos. Esto también nos sirvió para conocernos mejor las tres, pues mi mamá siempre está a mi lado en las “clases”, participa en los juegos, ayuda a mi “profe” y también aprende todo para utilizarlo en casa.
También me tenía que acostumbrar a estar tanto tiempo trabajando. Las “clases” son de 45 minutos, a diferencia de “la casa de la rehabilitación” que son de media hora, y eso me costó mucho al principio.
Después de unas cuantas semanas ya estaba totalmente integrada, acostumbrada y pedía a mi “profe” más juegos.
Un día me dijo: “Pero Daniela, si al principio la acelerada era yo y ahora resulta que eres tú”.
Aunque me costó un poquito acostumbrarme a “la casa del Centro Base”, hoy me encanta ir allí; me encanta mi “profe”, me río mucho con ella, me refuerza y me enseña a decir palabras, a identificar objetos por su nombre, a interpretar cosas mediante gestos, a identificar figuras. Es una persona muy alegre, me canta canciones, me hace cosquillas con un triángulo (por eso sé que es un triángulo, porque lo identifico con las cosquillas), se preocupa por todo lo que me pasa y le da consejos también a mi mamá.
La verdad, es que en todas “las casas” a donde voy, estoy aprendiendo muchísimo, en cada una aprendo cosas relacionadas con una parte de mi cuerpo y, después, mi mami reúne lo que hemos aprendido y a lo largo del día me va haciendo un poco de todo en casa.
Como ya saben en casa también trabajo, sobre todo con la “mini-terapeuta” de la casa: mi hermana Natalia. Ella me enseña a tirar la pelota con las dos manos, me pone mis dibujos preferidos en la tele y me enseña los sonidos de los animales; me da de comer si mamá está muy ocupada; y si estoy sentada con ella en el sillón del salón, nunca, nunca, nunca me deja sola, siempre llama a alguno de mis papis. Dice que tiene miedo de que me dé por saltar del sillón y me haga daño en “las bolitas blancas” de mi cabeza. Así llama Natalia a mis “inquilinos”. ¿Por qué les llamará así? Algún día se lo preguntaré.
Ella también ha cumplido un año más: ¡7 años! Las dos cumplimos en el mismo mes y este año ha sido increíble.
Nuestros papis nos organizaron una fiesta sorpresa para todos, incluidos mis primos. Nadie sabía a dónde íbamos ese día, sólo sabíamos que teníamos que celebrar nuestros cumples. Pero ¿en dónde?
Después de un rato en el coche llegamos a un lugar lleno de tierra, con una casa gigante en medio: ¡Era una granja! ¡Celebramos nuestro cumple en una granja llena de animales!
Nos quedamos todos con la boca abierta, sobre todo cuando el señor que cuidaba la granja, nos acompañó para que le diéramos de comer a las cabras, vacas, conejos… Después de un largo rato acariciando a todos los animales, nos fuimos a la casa para merendar, recibir los regalos y soplar las velas. Pero la fiesta aún no había terminado.
Cuando nos cantaron el Cumpleaños Feliz, apareció otra vez el señor de la granja y llevó a todos los niños fuera. Delante de una pared con unas cosas muy raras pegadas en donde ponían los pies, les pusieron un casco y un cinturón lleno de cuerdas y después tenían que subir por dicha pared hasta llegar a lo más alto. Todos reían y animaban al que estaba subiendo.
Cuando terminaron, observé que todos iban corriendo hacia el otro extremo del patio. Allí había unos puentes larguísimos, con numerosas cuerdas a los lados. Mi hermana y mis primos se subieron e iban pasando por todos los puentes, con sus cascos y sus cinturones todavía puestos. Al final del trayecto ya no había puente, así que yo pensé: "¿Cómo se van a bajar de ahí? ¡Se van a caer!"
¡No! Lo divertido era el final: se tiraban enganchando sus cinturones a una cuerda situada más alto. ¡Parecían pájaros!
Aunque yo no pude participar en esos juegos, sí disfruté mucho viendo a todos los niños correr, reír, gritar, y sobre todo, disfruté al ver tantos animales de verdad, escucharlos, acariciarlos; por ver a toda mi familia junta, paterna y materna, celebrando el cumple de mi hermana y mío. Natalia se lo pasó genial también y jamás olvidaremos ese día tan especial. Espero que si hay una próxima vez, los ejercicios que me hacen mis profes hayan dado sus frutos y me pueda subir, aunque sea, a un puente de esos.

Los ejercicios que me hacen en “las casas” me han mejorado mucho, me siento más ágil y además he adelgazado un poco, lo cual me viene fenomenal.
Sin embargo, lo que me está costando un poco es caminar. Todavía no soy capaz de dar un pasito, y eso que yo quiero, pero mis piernas no me hacen caso. Mi fisioterapeuta dice que estoy mejorando, que mis caderas están mejor y que estoy consiguiendo más estabilidad; pero, a veces, me desespero, porque veo a mi hermana correr, a los niños/as ir de un lado a otro en el parque, y yo no puedo bajar de mi silla.
Mis papis me ponen en los columpios y en un caballito balancín que me divierte mucho; además me han comprado un correpasillos-coche-moto, con el que me llevan al parque y me trasladan por toda la casa. Eso me anima más y parece que a mis piernas también.
Otra parte de mi cuerpo que ha mejorado considerablemente es mi mano derecha. Ya está totalmente integrada en el grupo; si además ya quiere coger hasta el biberón de la noche, y ¡eso que pesa! porque, la verdad, me encanta la leche con cereales.
Estoy muy contenta con MI EVOLUCIÓN en la rehabilitación. Pero lo que me tiene un poco preocupada, y a mis padres también, es que las crisis tontas no desaparecen.

Si recuerdan, cuando nací me daban unos movimientos un poco raros en las manos y piernas, a los que llamaron convulsiones o crisis epilépticas. Con el paso del tiempo y la medicación apropiada, esos movimientos fueron desapareciendo; pero en su lugar aparecieron otras crisis, a las que llamo “tontas”, que consisten en ponerme los puños cerrados, las piernas extendidas y todo rígido.
Este tipo de crisis se han ido mezclando con otro tipo, llamadas crisis gelásticas: son risas nerviosas, sin control, no hay referencia alguna; aparecen sin más, incluso por la noche, durante el sueño.
Tanto unas como otras mejoran con la medicación durante un tiempo, pero parece que mi cuerpo se acostumbra y entonces vuelven a aparecer. Golpean mi cabeza provocándome un gran malestar, un gran cansancio, un gran sueño, que me impide realizar mis ejercicios de rehabilitación de forma correcta, lo cual me enfada mucho, porque son muy pesadas; a veces se presentan entre 20 ó 30 al día, e incluso cuando estoy durmiendo, lo que hace que me despierte y me pase toda la noche en un duerme vela.
Es muy molesto, ya que cuando estoy de paseo o en un restaurante, me da esa “risa” que, aunque no es escandalosa, aparece sin razón alguna y la gente me mira , unos se ríen también y otros dicen: “¡Qué niña más simpática!”.
¡Si ellos supieran que realmente no es por simpatía! ¡Bueno! Simpática sí soy.

Los amigos de mis padres siempre les preguntan cómo diferencian las risas normales de las crisis gelásticas. La verdad es que no es fácil, pero claro, mis papis son mis papis y, si ellos no saben identificarlas ¿quién va a saber?
De todas maneras, si se fijan bien, podrán observar que, cuando me dan, tuerzo un poco la boca hacia el lado izquierdo y mis ojos parpadean más rápido de lo normal; pero la señal más clara es que no me río con algo o de algo en concreto, sino que es una risa sin sentido, espontánea, sin referencia.
Hace poco mi mamá llamó a mi verde-rosa neuróloga y le comentó lo que me estaba pasando. Se decidió, entonces, cambiarme, de nuevo, la medicación y… ¡BINGO! Durante un largo tiempo no aparecieron ni una sola de las crisis, ni las “tontas” ni las “graciosas”. No me lo podía creer, podía hacer mis ejercicios sin ninguna interrupción, me sentía con un ánimo estupendo y ¡jo! ¡Cómo dormía!

Lo bueno siempre dura poco. En mi caso unas tres semanas de vida tranquila.
Poco a poco empezaron a surgir, como si estuvieran llamando a la puerta:
-¿Se puede?
-¡Pues, no!- les decía yo enfadada.
Pero, nada de nada, no hicieron caso y se colaron por la “puerta de atrás”: un día una, otro día otra para acompañar a la anterior y así sucesivamente hasta lograr formar un grupo lo suficientemente grande como para estar, otra vez, muchas noches sin dormir por culpa de ellas. Otra vez un número que comprendía entre 20 y 30 crisis al día; lo único bueno de todo esto es que las otras crisis parece que les dio corte formar parte del grupo y se han mantenido escondidas. Sé que están escondidas, que no han desaparecido, ya que, de vez en cuando, alguna quiere ser un poco cotilla y me hace una “visita” fugaz.

Bueno, pues debido a este aumento de las crisis y al fracaso de la medicación, mi madre repasó el informe clínico que nos había enviado un verde-rosa extranjero, que había estudiado mi caso. En él encontró información, que antes no había sido importante: “Las crisis gelásticas son muy difíciles de controlar con medicación y, con el tiempo pueden empeorar seriamente la salud del paciente. Cuando se llega a ese estado, lo mejor es considerar la cirugía, en cualquiera de sus alternativas”.

¡¡¡Operar!!! ¿Dónde? ¿Quién? ¿Cómo?
En casa se formó un ambiente de incertidumbre, de miedo que jamás había percibido en mis dos años de vida.
Gracias a que mis papis se tranquilizan muy rápidamente y se ponen a trabajar en el asunto, porque si no, yo no hubiese aguantado tanta tensión.

Lo dicho. Mamá empezó a investigar, como siempre, en ese lugar llamado Internet. De vez en cuando la oía decir a mi papá: “Me metí en una página que hablaba de crisis gelásticas y era muy interesante”.
Otras veces decía:” Me voy a conectar a ver si encuentro algo hoy”.
Yo ya sé que mi mamá es una súper mamá, pero ¿cómo puede hacerse tan pequeña como para “meterse en una página”? ¿Y cómo se conecta? Porque yo nunca le he visto ningún cable.

No sé cómo hace todas esas cosas, pero ella investigó, recopiló datos, información; papá grabó en video cuando me daban las crisis y lo puso en lo que ellos llaman iPod; y cuando obtuvo información suficiente, se la llevó toda a mi verde-rosa neuróloga.
Como dice una amiga de mamá parece que estaba haciendo una tesis sobre mí.

Lo mejor para mí en estos momentos parece ser que es operar, pero no una operación convencional, sino una operación “moderna”: RADIOCIRUGÍA.
Dentro del señor hamartoma hay unas neuronas un poco pesaditas y juguetonas que son las que causan esas risas. ¡Vamos que son muy “graciosas” las neuronas! La técnica consistiría en destruir dichas neuronas, quemarlas, para que no me molesten más.
En los casos que mamá encontró en varios artículos, los resultados son muy buenos, llegando incluso a desaparecer casi por completo las crisis; pero lo más importante es que desaparece el riesgo de que se produzcan cambios de conducta, como la esquizofrenia, algo probable si continúan las crisis.

En principio, mi neuróloga estaba totalmente de acuerdo con mamá, pero había un problema: la clínica donde se hacía esa técnica estaba en Madrid y era “privada”. Todo estaba en marcha, lo único que había que hacer era esperar y “convencer” a los grandes verdes de “la casa Seguridad Social” para que me trasladaran a Madrid.
No entiendo muy bien de qué va todo esto. Yo pensaba que uno podía entrar en todas “las casas” si necesitabas mucha ayuda, pero parece ser que no es así. Este mundo de los mayores me está costando un poco entenderlo. No sé que es una “casa privada”; supongo que debo tener una "llave" especial para poder entrar en ella. Lo cierto es que mi mamá decía que haría todo lo posible para que me dejaran entrar allí.

Mi madre siguió visitando ese lugar de Internet prácticamente todos los días y revisaba este blog por si alguien se ponía en contacto con nosotras para darnos información sobre mis “inquilinos”.
Un día encontré a mi madre muy contenta. Bueno, ella siempre está contenta, por lo menos eso es lo que a mí me parece, pero ese día estaba un poco más, su cara era como un plato combinado: una pizca de alegría, una pizca de esperanza, una pizca de curiosidad y unas gotitas de luminosidad en sus ojos.
Pronto supe qué había ocurrido. En una de las visitas al blog, se dio cuenta que había un comentario más. ¡Qué bien! ¡Después de tanto tiempo, un comentario nuevo!
Se trataba de un señor de Madrid, cuyo hijo parece que tiene el síndrome de Pallister Hall, ese síndrome del que todavía sigo esperando el análisis genético. Dicho niño, mi nuevo amigo, tiene cinco años y un hermano más pequeño. Enseguida empezaron, su papá y mamá, a intercambiarse información sobre el Síndrome: síntomas nuevos que desconocíamos; pruebas nuevas, como por ejemplo, una prueba que hace un verde, llamado otorrinolaringólogo (esto me lo ha chivado mi mami, porque cualquiera se acuerda de semejante nombre), ya que uno de los síntomas del Pallister es tener la epiglotis bífida (también me lo ha chivado).
Cuando me hicieron esta prueba fue un poco desagradable, porque me metieron por la nariz un cable, que parecía una culebra con un gran ojo del que salía una luz muy brillante. Mi mami me tapó los ojos y una enfermera me cogió la cabeza con las dos manos para que no la pudiera mover. El verde decía que si me movía me podía doler mucho.
Yo intenté no llorar, pero no lo pude evitar; el sentir algo que se va metiendo por tu nariz hasta no sé dónde… Lloré y, mi abuela, la mamá de mi mami, que estaba allí me tranquilizó un poco con sus palabras. Cuando todo terminó me llenó de besos y de caricias, lo cual agradecí mucho.
Al final, el verde le dijo a mi mami que tenía la epiglotis perfecta y también mis cuerdas vocales; así que un síntoma menos del síndrome.

Otro de los síntomas del síndrome es tener anomalía en el tiroides. Esto fue una gran sorpresa para mi madre, pues hace unos meses en un análisis de control, los valores del tiroides aparecían un poco elevados; así que mi verde-rosa endocrina consideró que, teniendo en cuenta los “inquilinos” de mi cabeza, lo mejor era no enfadarlos aún más, aunque el hipotiroidismo que estaba padeciendo nada tenía que ver con los “inquilinos”, y por ello me mandó una medicina nueva hasta normalizar los valores.
Pero parece ser que sí tiene que ver con el síndrome y, aunque en el siguiente análisis los valores se habían normalizado, sigo tomándome la medicina, por si “las moscas”. Mi endocrina dice que es una dosis muy baja la que me voy a tomar, y si dentro de tres meses, con un nuevo análisis, los valores siguen bajos, me retira la medicación.

El papá de mi nuevo amigo es muy amable, le ha mandado a mamá unas fotos de sus dos hijos y son muy guapos; ella también le envió fotos nuestras.
Mi nuevo amigo le ha dado muchas esperanzas a mamá porque él ya camina, habla y se desenvuelve muy bien en su cole, tanto que ya el año que viene puede pasar al cole de los grandes, "primaria" creo que se llama. ¡Felicidades!
Además es muy curioso observar cómo se han instalado “los inquilinos” en nuestras cabezas, porque mi amigo tiene los mismos “inquilinos” que yo, con la única diferencia de que el señor cuerpo calloso sí encontró su “casa” en su cabecita, pero no en la mía; otra curiosidad, según mamá, es que mi amigo nunca ha tenido esas crisis tontas, lo cual es una gran ventaja.
¿Tendrá algo que ver que él sea niño y yo una niña? ¿Por qué él tiene unos síntomas y yo otros? ¿Por qué él duerme tanto como yo si no se toma ninguna medicina?
¡Cómo nos gustaría tener respuestas a tantas preguntas!

Un día que mamá se fue sola a “la casa de los doctores” para preguntar por una prueba que llevábamos tiempo esperando, se encontró con una enfermera de mi neuróloga. Después de hablar un rato, ésta le preguntó a mamá si ya había ido a rellenar los papeles del traslado.

¿Cómo? ¿Traslado? ¿Qué traslado? ¿A dónde?
Fue una verdadera sorpresa. Tras unos segundos de asombro, sorpresa, mezclada son una alegría inmensa, mi madre pudo hablar con mi neuróloga.
La explicación fue sencilla: mi neuróloga no se quedó de brazos cruzados y empezó a preguntar por toda “la casa de los doctores” si habría alguna posibilidad de ir a esa clínica de Madrid.
Un día un verde, llamado oncólogo, le dijo que sí, puesto que ya se había enviado a otros niños allí. Enseguida se reunieron varios verdes para estudiar mi caso y llegaron a la misma conclusión: IR A MADRID.

¡Los Súper Verdes de aquí me prestaban “una llave” especial para poder entrar en “la casa privada” de Madrid!
Mis padres se emocionaron mucho. Ese día no paró de sonar ese aparato, que me encanta, al que llaman teléfono y por el que se oye una voz. Mamá repetía una y otra vez: “No, no, no. No sabemos la fecha. Todavía estamos con el papeleo. Hay que tener paciencia. Ya avisaremos cuando llegue el gran día”.

La verdad, es que después de esa gran noticia mis papis tenían siempre una gran sonrisa, parecía que llevaban una máscara.
A propósito, ¿dónde está Madrid? Tanto Madrid, tanto Madrid, y yo no tengo ni la menor idea de lo que se está hablando. Me imagino que pronto me enteraré.

Lo cierto es que, una semana después de esa gran noticia, yo seguía con mi rehabilitación y con mi rutina. Pero un día llaman a mamá desde Madrid: eran los verdes de allí.
Mamá se puso un poco nerviosa y la oí que decía: “Sí,sí,sí. La resonancia ya está pedida, pero intentaré que le adelanten la fecha para mandarla lo antes posible.”

¡Oh no! ¿Tenía que ir otra vez a ver a la señora resonancia?
No me gusta nada, porque me ponen una máscara y me dicen: “Respira Daniela, respira.” ¡Ya, claro, respira! ¿Cómo voy a respirar, si me estás tapando la nariz y la boca? Además al ratito dejo de ver a mi mami, que está siempre a mi lado, se va volviendo borrosa y me va entrando un sueño espantoso.
Lo peor es cuando deciden que ya he dormido lo suficiente y empiezan a despertarme todos a la vez. Noto una sensación como si me estuvieran dando vueltas constantemente y además tengo un hambre horrorosa porque mamá me da el biberón después, cuando llegamos a casa. A veces, escucho a mamá decir que no puedo tomar mi biberón antes porque me tienen que poner algo así como “anastasia” o “anetesia” y que me puede sentar mal.
¡A mí me sienta fatal que me despierten de esa manera!

Mi rutina se terminó desde ese instante en que mamá habló con los verdes de Madrid, por lo menos en esa semana.
Rápidamente, mi abuelo empezó a llamar por teléfono, mi mamá también y mi neuróloga lo mismo.
“¡Vaya semana que nos espera Daniela! Voy a repasar nuestras corazas, por si acaso”, me decía mi mamá. Al día siguiente entendí sus palabras.

Una mañana mi madre me despertó para desayunar, como siempre, pero me extrañó ver a mi abuela materna en casa. ¿Qué hacía allí tan temprano?
Mi sorpresa aumentó cuando me percaté de que nos acompañaba a “la casa de los doctores”. Era un poco raro, pues mi mamá y yo siempre vamos solas.
En un principio pensé que íbamos a ver a mi neuróloga, pero al ver que pasábamos de largo por su despacho, mi sorpresa, curiosidad y mosqueo fueron increíbles.
¿A dónde vamos?

Pronto me dieron la solución: me iban a hacer un electroencefalograma continuo de 24horas (¡toma ya! ¿A qué me lo aprendí bien?)
Esta prueba la había pedido mi madre hacía aproximadamente un año y medio. Por circunstancias que no quiero saber, porque ya tengo suficiente con ver a mi madre enfadada cada vez que preguntaba por dicha prueba, se había ido retrasando, pero parece que ese día, por fin, me la iban a hacer.
Es increíble cómo, a veces, las cosas vienen en su justo momento. Si lo piensan bien, la prueba me la hacían en el momento oportuno: crisis gelásticas continuas y en número elevado, ya tengo más edad con lo que podría aguantar mejor la prueba y, por último, más información para mandar a los verdes de Madrid.

¡Madre mía! ¡Qué tirones de pelo! Por poco me dejan sin mi gran melena.
Mamá entró en la sala conmigo y la pobre abuela se tuvo que quedar fuera, porque no la dejaron entrar.
Me sentaron en las rodillas de mamá y todos se pusieron una mascarilla, incluida mi mami. ¡Aaaahhhh! ¡Se había convertido en un verde!
Las palabras tranquilizadoras de mi mami y mi canción favorita empezaron a sonar cerca de mis oídos. Ahí comprendí que mi mami seguía siendo mi mami.
De repente, me hicieron la cabeza hacia un lado y me pasaron un algodón con el que rasparon mi cabeza fuertemente; después me pusieron un cable al que colocaron encima una gasa con un pegamento que olía horroroso (de ahí que mi madre se pusiera la mascarilla); por último una enfermera cogía un secador y secaba la zona.
Toda esta maniobra la hicieron como unas 20 veces, llenando toda mi cabeza de cables. Cuando pensé que ya habían terminado, me colocaron dos más cerca de los ojos, dos en la barbilla y uno en el corazón, pero sin pegamento, menos mal.
Tardaron una hora y cuarto en hacer todo; estaban contentos porque habían tardado poco, decían que me había portado muy, muy bien. ¿Cuánto tardan con un niño que se porta regular o mal?

Por último, conectaron todos los cables a un aparato pequeño que metieron en una especie de maletita, una bandolera, según decían; recogieron todos los cables y me pusieron una venda que me cubría toda la cabeza; más bien era como un pañuelo, agarrado con esparadrapo para que no se me moviera.
Tenía que estar con todo puesto hasta el día siguiente. Veinticuatro horas conectada.
Gracias a Dios que no tenía que estar ingresada, sino que me podía ir a casa. Además lo más chuli de todo fue que esa noche pude dormir con mi mamá y ¡en su cama!

Al día siguiente fuimos, otra vez, a “la casa de los doctores”, pero esta vez no vino mi abuelita.
¡Ay Dios! ¡Cómo me dolió! Ese día sí lloré. Cada vez que me quitaban uno de esos cables, me tiraban del pelo, y como tenía el pegamento pues, ¡imagínense! También es cierto, que la pobre señora me lo hacía con cuidado y además me ponía un poco de acetona para que se despegara con mayor facilidad; pero que va, ¡uf!, aquello dolía lo suyo.
Durante más de una semana tuve pegotes en mi cuero cabelludo y mi papi tuvo que lavarme la cabeza y ponerme suavizante todos los días.

Después de superar esta gran prueba y pensar que ya podía descansar, sonó otra vez ese teléfono pequeño que mami siempre lleva consigo.
Mis ojos se abrieron como platos y mi corazón empezó a latir rápidamente.
Otra prueba no, por favor. Pues sí, y esta vez a ver a la señora resonancia.
Adelantaban la fecha de la visita para poder mandar la opinión de la señora a Madrid.
Bueno, pues una semana completita: miércoles y jueves el electro y el viernes la visita a la resonancia.

Todo se ve un poco abrumador cuando tienes tantas cosas que hacer, organizar, preparar. Pero ya he dicho muchas veces que mi mami es una buena organizadora y enseguida prepara todo y, sobre todo, empieza a tranquilizarme.
Valió la pena pasar esas semanas tan agotadoras y de tanta tensión. Al final la señora resonancia dijo que todo estaba igual en mi cabeza. Los “inquilinos” no se habían movido más, pero tampoco habían crecido. Además todos las “estancias” (ventrículos) estaban provistos de su correspondiente líquido (permeabilidad). Seguían a salvo de ser invadidas por la hidrocefalia.
El resultado del electro continuo todavía no lo tienen mis papis. Por lo visto va a tardar un poco, porque hay mucho que estudiar, según le dijeron a mi mamá.

Los verdes de Madrid están estudiando todo en profundidad, sobre todo, las últimas palabras de la señora resonancia. Consideran que mi caso hay que tomarlo con calma debido a mi corta edad, lo cual me parece bien. Espero que puedan hacerme esa operación pronto y olvidarme de esas crisis “graciosas”.

Hoy, 14 de marzo de 2009, he ido a comer con mis papis y mi hermana a la playa de Las Canteras, me ha sentado de maravilla. Cuando hemos terminado de comer, me dormí una gran siesta en mi silla y al despertar mi papá me quitó el traje, la rebeca y los zapatos y nos fuimos juntos con Natalia, los tres solos, a la playa.
¡Qué día! ¡Qué calor! ¡Qué bueno! La arena estaba calentita y, aunque no me bañé, disfruté como nunca, jugando con mi papá y mi hermana. Me sentí animada, estaba jugando sin parar, gritaba, reía; incluso, quería llegar hasta el agua, pero, claro, no podía. Papá, que se dio cuenta, me levantó con sus fuertes brazos y me acercó para mojarme los pies.
¡Uuufff! ¡Qué fría! En ese momento tuve unos deseos locos de poder caminar, de chapotear yo sola en el agua, sin la ayuda de papá y pensé: “Espero que el teléfono pequeño de mamá suene pronto, otra vez, y sean los verdes de Madrid”.