domingo, 4 de octubre de 2009

Capítulo 4

La primera vez que oí hablar del dinero y entendí lo que realmente significaba, fue un día en el que mi papi me llevó con él a varios edificios. Fue un día extraño, recibí mucha información sobre cómo se organiza el mundo de los mayores. Todavía estoy intentando entenderla.

El primer edificio era enorme, brillante, como hecho de espejos por fuera, con muchísimos señores vestidos de uniforme, gorra y unas fundas que les colgaba a ambos lados de la cintura.
Todo era silencio, sólo se oía el rumor de alguna de las personas que estaban al otro lado de un gran cristal.
Mi padre entregó una foto mía muy pequeña, unos papeles, y acto seguido un señor muy serio me cogió un dedo de mi mano me lo manchó de negro y me hizo apretar el dedo en un papel.
Cuando salimos de ese edificio tan serio, papá me llevó a otro que parecía un poco más animado.

En el segundo edificio saludaron a papá con una sonrisa y a mí me dijeron todas esas cosas que dicen los mayores que no me conocen: “¡Vaya qué gordita estás! ¿A ti qué te dan gofio?”; “¿No crees que deberías bajar de ese carro y caminar?”
Bueno, a veces tengo que aguantar todas esas cosas, pero claro, si no me conocen, no pueden saber porqué no camino o porqué estoy tan gordita.
En este edificio entraba mucha gente, se acercaban a una caja enorme con varias rendijas por donde metían una tarjeta, era como la hucha de mi hermana, pero ¡enorme!; lo mejor era que a cambio salían muchos papeles a los que llamaban dinero, los cogían y se iban.
Yo no paraba de mirarlos y al cabo de un rato mi curiosidad no pudo más y emití uno de esos grititos para llamar la atención de mi padre.
Al ver que tenía la mirada fija en la enorme caja y que levantaba la mano hacia ella, mi padre comprendió lo que quería; así que empezó a explicarme lo que estábamos haciendo durante aquel día tan raro.

El primer edificio de los señores serios con uniforme era una comisaría de Policía y lo que papá entregó era para hacerme el DNI, una tarjeta para estar identificada.
El segundo edificio, donde estábamos, era un Banco, según papá un lugar donde se guarda mucho dinero. Estábamos allí para abrir una cuenta a mi nombre, papá me dijo que era como una hucha donde me pondrían dinero los señores que me valoraron y crearon esa Ley de Dependencia para personas con minusvalía, por eso necesitaba la tarjeta de DNI.
Mi cabecita empezó a registrar toda la información: tarjeta, hucha, papeles, dinero. ¡Ya está! ¡Claro! ¡Voy a tener una hucha gigante de esas y cuando tenga mi tarjeta de DNI podré hacer lo mismo que hace la gente que viene al Banco, usaré mi tarjeta y saldrán muchos papeles! Reuniré todos los que pueda, llenaré una maleta enorme y se la daré a los verdes de Arizona. Así ellos estarán contentos y me podrán quitar, por fin, al señor hamartoma de mi cabeza.

Como siempre, el mundo de los mayores me dejó un poco fastidiada cuando comprendí que todo lo que mi cabeza había pensado no era ni sombra de la verdadera realidad.
Es verdad que en los Bancos hay mucho dinero, pero no es tan fácil sacarlo, además ese dinero es de muchas personas.
“Bueno, pues seguiremos esperando”, pensé. Seguro que a mis padres se les ocurrirá algo. De todas maneras todavía no sabíamos nada de los verdes de Arizona, es decir, todavía no nos habían dicho cuánto dinero teníamos que darles.
A lo mejor no es tanto como mis padres creen, a lo mejor, entre la hucha que tiene Natalia y lo que me van a dar los de la Ley de Dependencia, más lo que tienen mis papis en esa cuenta de su Banco, a lo mejor, podemos ir a Arizona. A lo mejor, nos llaman dentro de unos días y nos dicen que podemos ir y después pagar; a lo mejor, los señores de “la casa de la Seguridad Social”, nos ayudan a pagar parte de la operación, o toda.
Ahora que lo pienso, los de la Seguridad Social sí que se han mantenido calladitos. No sé, no sé… Creo que no quieren tratar el tema.
Poco a poco, con tantos “a lo mejor”, me fui animando y mi cabeza empezó a pensar cómo sería mi vida sin el señor hamartoma.
¿Se imaginan?
Según los verdes de Arizona, si me quitan al señor hamartoma, las crisis “graciosas” se irían con él. Así que ya no tendría que pasar esas noches de duerme vela, ni estaría constantemente agotada por la pérdida de energía. Podría rendir más en mis ejercicios de rehabilitación, porque estaría más animada, podría tener menos medicación, y sin ella estaría más activa, no tan adormilada.
Por otro lado, también nos han dicho que se me arreglarían los problemas hormonales, como la pubertad precoz. Eso significa que ya no me tendría que pinchar esa hormona todos los meses, significa que, a lo mejor, adelgazaría un poco, y si adelgazo, estaría más ágil, y si estoy más ágil, tendría más fuerzas para levantar mi hermoso cuerpo, y si puedo levantar mi cuerpo, significa que podría ponerme de pie, y si….
¡Uf! ¡Cabecita loca deja de pensar e imaginar tanto! Pero… ¿Se imaginan lo maravilloso que podría ser?

“Esperando la contestación de los verdes de Arizona”. Eso es lo que siempre decían mis padres cuando alguien preguntaba sobre mi caso.
Sin embargo, los verdes estaban tardando demasiado en contestar. Sólo queríamos saber cómo iba a ser la operación, el postoperatorio, cuánto tiempo aproximado tendríamos que estar y lo más importante, para poder hacer todo, cuánto dinero iba a costar todo.
Mis padres tienen mucha paciencia, siempre lo he dicho. Me lo han demostrado en muchas ocasiones, sobre todo cuando tengo esos periodos de crisis nocturnas. Pero en esta ocasión, la tardanza de Arizona terminó con tanta paciencia.

Mamá tenía noticias de que en un lugar llamado Francia había verdes que conocían al señor hamartoma, lo que no sabía era si habían operado alguno.
Su paciencia se agotó, y comenzó a mandar mensajes de ayuda a los verdes de Francia.
Uno de ellos respondió enseguida. Al igual que los de Arizona, le pidió a mamá que le enviara toda mi historia clínica (análisis, resonancias, ecografías, etc) para poder hacer una valoración. Volvería a ponerse en contacto con mis padres.
Tocaba esperar.

Una verdadera “montaña rusa”. Mi vida se estaba convirtiendo en una “montaña rusa”.
Una alegría, una esperanza, una ilusión, todo te transportaba a lo más alto. Después llegaba la tristeza, la desilusión cuando no pueden ofrecerte una solución y esto te hace caer rápidamente. Hasta que llega otra oportunidad que te ayuda a coger impulso para volver a empezar, volver a esperar.

El verano estaba en su mayor apogeo.
Nosotros seguíamos aprovechando el apartamento de mi abuela y nos íbamos al sur siempre que podíamos.
El mes de julio llegó cargado de días libres para todos. Aunque el pobre papi sólo pudo tener una semana y media de vacaciones, disfruté mucho con él.
Todos los días me daba el biberón por la mañana, me embadurnaba de crema, cogía mis cubos y palas y me llevaba a la playa con él.
Natalia se marchaba con su amiga a jugar al pádel y a mamá la dejábamos descansar, porque es muy dormilona. Siempre dice que en sus vacaciones necesita dormir.

¡Qué bien me lo paso con mi padre! Cada día que pasaba me gustaba más ir a la playa. Me gustaba tanto que, por las mañanas que siempre dormía un poquito después del bibe, en el sur no tenía sueño, sólo me apetecía que papá me dijera: “¿Preparada para la playa, Daniela?”.
¡Hay que ver cómo cansa la playa! Después de una mañana de baños y juegos en la arena, además de hacer mis ejercicios de rehabilitación, pues papá me ponía de pie en la orilla donde tenía que mantener el equilibrio cuando venían las olas, y muchos ejercicios más; todo requería un gran esfuerzo y yo terminaba agotada.
Cuando subíamos al apartamento, papá me daba un bañito con la manguera del jardín, me ponía fresquita, ¡a comer y a dormir una siestita! ¡Qué gozada!

Me puse tan morena que cuando volví a mis clases de rehabilitación era la envidia de mis profes. La verdad es que me sentaba bien ese colorcito.
En el mes de agosto apenas pudimos bajar al apartamento, pues le tocaba utilizarlo a mis primas y que lo disfrutaran ellas un poco. Aún así intentábamos ir los fines de semana ya que la mamá de la amiga de Natalia “adoptó” a mi hermana durante dos semanas, pues en Las Palmas se aburría un poco.
¡Qué suerte! Yo también quería quedarme, pero tenía que seguir haciendo mis ejercicios.

De todas maneras, tampoco yo me lo pasaba mal en mis clases, sobre todo con mi profe de las tardes. Cada vez me sentía más ágil, ya me mantenía sola de rodillas y mis piernas estaban respondiendo mejor.
Un día mi profe planteó una idea genial: hacer las clases en la piscina de mi edificio.
Así que una tarde nos bajamos todos a la piscina. Mis padres se metieron en el agua conmigo y mi profe les fue enseñando ejercicios que podían hacer conmigo mientras me bañaba. Fue muy divertido: primero con papá, después con mamá…

Esta nueva terapia nos sirvió mucho a todos, era otra manera de ver la rehabilitación; además a mamá le encantó y, a partir de ese momento, cuando el tiempo acompañaba, nos íbamos las dos a la piscina por la mañana. Así aprovechábamos porque nos refrescábamos y hacíamos ejercicio.

Las vacaciones nos sentaron a todos de maravilla, pero creo que a la que mejor le sentó fue a mí.
Me comportaba de una forma distinta, estaba más activa y receptiva, además mamá empezó a bajar la dosis de uno de mis jarabes (contando con el permiso de mi neuróloga, claro) pues si llegaba el momento de pasar por el quirófano, ese jarabe tenía que estar totalmente eliminado de mi cuerpo. Corría el riesgo de sufrir hemorragias.
Mis padres al ver que estaba con ese ánimo empezaron a probar cosas nuevas conmigo.
Un día me enseñaron un “cubo” grande muy chato al que llamaban “orinal”.
Empezaron a enseñármelo todas las noches y me ponían sentada en él.
Cuando preguntaban si quería hacer pipí, yo me tocaba el pañal y acto seguido me lo quitaban, me sentaban en el orinal y ¡bingo! No se pueden imaginar la fiesta que se formó en mi baño el primer día que pasó.
Seguro que estarán pensando que tampoco es para tanto, pero cuando a una le dicen que hasta que no camine no podrá conseguir hacer estas cosas, porque tus músculos no tienen fuerzas y no los puedes controlar y que tienes que estar con esos dichosos pañales hasta no se sabe cuándo, ¿cómo creen ustedes que nos sentimos todos cuando mi cerebro mandó la orden y mis músculos pudieron controlar dicha acción? ¡Era un triunfo!
Aunque sigo durmiendo con los malditos pañales, poco a poco voy controlando mejor. Ahora estamos luchando para controlar durante el día el mayor tiempo posible.

Mi capacidad de respuesta es más lenta que la de cualquier persona, hay que tener paciencia e ir enseñando a mi cerebro que puede ser capaz de hacer muchas cosas.
Otro de mis pequeños logros ha sido poder decir “abu” (abuela). La “u” se me estaba resistiendo, no sé por qué.
El teléfono ha sido mi inspiración. Cada vez que mis abuelas llamaban a casa, mis padres me ponían al teléfono y esas conversaciones en las que me repetían constantemente: “Es abuela”; le sirvieron a esa parte de mi cerebro donde se “almacena” el lenguaje, para que la palabra quedara grabada.
Así que ahora ya sé decir otra palabra.

Mi último gran triunfo ha sido poder dar besos, sonoros. Creo que al poder decir ya la “u”, mi boca ha podido mantener la forma y los besos salen mucho mejor. Además mi cerebro responde a la orden cuando me dicen: “Dame un besito, Daniela” y acto seguido mi boca se hace más pequeña, mis labios se juntan y se oye: ¡muac!
¡Cuántas cosas en sólo dos meses!

El tiempo pasa y cuando pasa cargado de tantas cosas buenas, de tantos logros, de tantos triunfos, esperas que el siguiente logro sea la operación.

Pero el tiempo pasaba y no teníamos noticias de ningún lugar, ni de Arizona ni de Francia.
Mis crisis seguían molestándome, aunque estaban un poco más controladas gracias a las vacaciones. Esos días me sentaron de maravilla; pero seguían apareciendo y eso no era nada bueno. Además, la otra medicación (pastillas) no se podía aumentar más. Así que había que aguantar y esperar, o ponerse en contacto de nuevo y preguntar.

Hay veces que cuando piensas algo muy insistentemente parece que se va a cumplir. Esto es lo que piensa mi madre, porque siempre le pasa lo mismo, cuando va a hacer algo, ¡plas!, surge.
Eso fue lo que ocurrió cuando un día, decidida, fue a escribirle al verde de Francia.
Abrió su ordenador y ahí estaba un mensaje de él: “Tras valorar el caso de Daniela considero que, de haber solución, esta pasaría por la cirugía, debido al enorme tamaño del hamartoma. Enviaré todo el informe a un compañero, actualmente uno de los mejores neurocirujanos del mundo, para que dé su opinión. No duden en confiar en él cuando se ponga en contacto con ustedes”.

¡Bueno! Otra opinión más. Otra nueva esperanza. Otra espera más.

A los pocos días de recibir ese correo, papá llegó a casa con un sobre enorme. Contenía muchos papeles que los verdes de Arizona mandaban para informarnos.
Mis padres lo abrieron con cierto temor y entusiasmo.

Unos papeles informaban de hoteles cerca de la casa de los verdes en Arizona, otros contenían muchas preguntas acerca de mis crisis; otros nos decían muchas de las cosas que podían pasarme después de la operación, pero que tenían solución; otros eran autorizaciones para que mi caso entrara en programas de investigación, pero al leer uno de los papeles, mis padres se quedaron muy pálidos.
Volvieron a leerlo y se miraron fijamente.
Los ojos de mamá parecían lagos: grandes, redondos, cristalinos. Su cabeza se ladeaba de un lado a otro, negando continuamente.
Al final dijo: “Es mucho dinero. La operación vale como una casa o más. Es increíble”.
Papá sólo movió su cabeza afirmando.
Nunca había visto la tristeza en la cara de mi papi.

Ahora que soy más consciente de la angustia de mis padres, aunque ellos intenten disimularla, ahora que sé que hay mucha gente que se preocupa por mí, que pregunta por mí diariamente, que escriben comentarios en este blog para dar ánimos, ¡muchas gracias a todos desde aquí!; ahora que sé lo que es el dinero, comprendo un poco mejor lo duro que es vivir en este mundo, lo difícil que es conseguir las cosas.
Hasta el próximo capitulo.

martes, 9 de junio de 2009

Capitulo 3

¡¡¡¡Riiinnnggg!!!! ¡¡¡¡ Riiinnnggg!!!
El teléfono pequeño de mamá sonó. Ella contestó y enseguida apareció en su cara esa sonrisa que me demostraba que hablaba con alguien conocido y querido.
Durante la conversación adiviné que se trataba de mi neuróloga y que hablaban de los verdes de Madrid. Creo que ya había alguna noticia.
Yo miraba fijamente la cara de mamá y observé cómo hablaba y cómo, a medida que transcurría la conversación, una pequeña sombra se iba apoderando de ella; poco a poco sus ojos se oscurecieron, sus párpados cayeron como si se tratara de un abismo, sus pómulos se tensaron y su sonrisa empezó a empequeñecer, quedándose cada vez más diminuta hasta desaparecer por completo. En ese instante su rostro quedó invadido por la gran sombra de la tristeza.

¿Qué había ocurrido? ¿Qué le había dicho mi neuróloga para que mi madre cambiara su ánimo de esa manera?
Cuando colgó el teléfono se quedó mirándome, me cogió y me abrazó. Después me explicó todo, mi madre siempre me explica todo aunque sea muy pequeña.
Los verdes de Madrid elaboraron un informe que mandaron a mi neuróloga, en ese informe decían que ¡¡no podían operar!!
Según ellos, el señor hamartoma es muy grande, tiene mucho volumen (12cc), es gigante, y la radio cirugía podría hacerme más daño que beneficio. Al tener que “quemar” una zona tan grande podría dañar zonas más próximas al señor hamartoma, por eso consideran que si se realiza la radio cirugía debería ser por partes, es decir, ir “quemando” poco a poco al señor hamartoma. Lo peor es que no aseguran la mejoría de las crisis, no dan garantías de que con la operación se obtengan buenos resultados.

Mamá apoyó su cabeza en mi regazo y lloró. De forma instintiva mis manos empezaron a acariciar su pelo y su cara, igual que ella me hace a mí; mi mano derecha también se unió.

Dar la noticia a familiares y amigos fue duro para mis padres. Todos habían puesto muchas esperanzas e ilusiones en ese ansiado viaje a Madrid. Aunque las “puertas” no estaban cerradas, había que pensar si se arriesgaba a hacer la operación por partes o si seguíamos como estábamos. La desilusión se apoderó de mis padres durante unas semanas.

Transcurrido un tiempo de reflexión, de asimilar esta nueva situación, mamá se puso otra vez manos a la obra.
Recordó que el papá de mi amigo madrileño le había mandado la dirección de una asociación americana, cuyos miembros tenían en sus cabezas instalados a señores como los míos. Bueno, realmente era una dirección de esas que se buscan en ese lugar tan utilizado por mamá que es Internet.
Mamá cuenta que estuvo buscando cualquier pista que le aportara un poco de esperanza, abrió una página, abrió otra y otra y otra…

El nombre de una clínica americana aparecía en casi todas las páginas que mamá leía. Estaba en Arizona, ¡mi madre!, si no sé dónde está Madrid, ¿dónde está Arizona?
Allí había un centro de investigación especializado con un programa dedicado al señor hamartoma. Parece ser que muchas niños como yo han sido operados en ese centro para quitarles al señor hamartoma, porque el muy caradura no quería irse de sus cabezas y además también tenían las crisis “graciosas”, que siempre le acompañan.
Mamá siempre dice que hay que “coger el toro por los cuernos” (no sé que quiere decir) y allí en donde veía una dirección de correo de un médico de esa Clínica, allí escribía un pequeño informe contando lo más importante de mis “inquilinos” y de mis crisis; ella cree que lo mejor para mí es que este señor, se marche de mi cabeza de una vez para siempre.

El otro “inquilino”, el señor aracnoideo, es más tranquilo, apenas molesta, y no causa problemas, al fin y al cabo parece que no es tan mal “inquilino”; pero el señor hamartoma… ¡Qué pesado! Arma unos escándalos de vez en cuando…, y además va e invita a las crisis “graciosas”, por lo que yo me paso días y días sin dormir y con un gasto de energía que apenas puedo rendir en mis sesiones de rehabilitación.
Ya no sé qué hacer y mi pobre neuróloga tampoco. Le dice a mamá que me suba la medicación para ver si así se asustan y me dejan en paz, pero nada, de nada. Bueno, algunas se van temerosas, pero a las otras les cuesta coger la puerta de salida. Lo peor es que entre más me suben la medicación más flojita estoy, es decir, mi cuerpo se tiene que acostumbrar otra vez a la nueva dosis, y eso le lleva su tiempo, por lo que me paso semanas sin ser yo misma: cansada, triste, sin rendir mucho en mis sesiones, me cuesta masticar porque hasta mi boca está cansada.
Vaya, que es un rollo cada vez que a este señor le da por montar una de sus “fiestecitas”.

El mismo día que mamá escribió a los verdes americanos, recibió una respuesta. Se quedó tan alucinada que no se lo creía. ¡Cómo habían sido tan rápidos!
En un breve correo le decían que me podían ayudar y que sólo necesitaban que les enviara todas las pruebas que teníamos: la opinión de la señora resonancia, los informes de los verdes de aquí, etc.
Papá, que es otro que enseguida se pone manos a la obra, sobre todo si se trata de hacer cosas en ese aparato al que llaman ordenador (debe ser que “ordena” muy bien), empezó a recopilar toda la información y la puso en un disco muy pequeño y muy finito, incluyó también fotos mías e incluso algún video que me hizo cuando las crisis “graciosas” aparecieron de forma escandalosa, para que tuvieran una idea de cómo me afectaban.
Toda la información se mandó entonces a ese lugar llamado Arizona, para que la estudiaran y así nos dijeran qué debíamos hacer con el señor hamartoma. A partir de ese momento tocaba esperar otra vez.

Los días pasaban en el mes de abril un poco lentos, nos habían dicho que en el mes de mayo habría una reunión de todos los verdes americanos para hablar de mis “inquilinos”.
La familia y los amigos preguntaban a mis papis con cierta preocupación o más bien desesperación. En casa también se notaba un poco esa sensación de espera, incertidumbre, y desesperación.
Menos mal que todos se fueron relajando y empezamos otra vez la rutina de todos los días, excepto durante unas dos semanas a mediados de abril.

De repente mi madre, mi padre, todos, empezaron a hablar de una gran fiesta en casa. Al principio oía que iba a venir toda la familia, paterna y materna (abuelos, tíos, primos, amigos), pero… ¡cómo lo iba a hacer mamá, si nuestra casa no es tan grande!
Parece que mamá oyó mis pensamientos y entonces la gran fiesta se dividió en tres pequeñas fiestas.

¿Qué fiesta era esa? ¿Por qué había tanta animación?
A medida que iban pasando los días me fui enterando, oía a Natalia decirle a mamá que se iba a convertir en una “cuarentona”; a papá que ya era hora de que le hiciera compañía y que a pesar de entrar en “los 40” se conservaba muy bien.
Un día, menos mal, Natalia me dijo que mamá iba a celebrar su cumpleaños, como lo hicimos nosotras, pero no en una granja sino en casa; que iba a cumplir ya 40 años. Yo pensé: “¡Pero esos son muchos años! ¡Si yo sólo tengo dos!”

Llegó el día del cumpleaños de mamá. Ella estaba contenta, radiante, feliz, ilusionada. Había estado preparando todo en casa: la mesa del salón con un mantel bonito, unas copas y vasos que nunca había visto preciosos, así como los platos. Todo era nuevo para mí.
Preparó también la comida, cosas que ponía en unas bandejas muy bonitas, todo adornado, con una pinta estupenda.
Me llevó a la cocina con ella para que pudiera ver cómo hacía todo y a mí me encantó, aunque a veces tenía que parar de cocinar porque el lado derecho de mi cuerpo perdía fuerzas y me hacía resbalarme de la silla; mamá tenía entonces que sentarme otra vez bien y luego seguía con su trabajo. Fue muy divertido porque me dejó jugar con cosas que antes no había visto ni tocado y también me dejó probar alguna de las cosillas que preparó para comer. ¡Mmmmm, qué bueno!

El cumpleaños fue un sábado y como había que invitar a toda la familia, la fiesta se organizó durante todo el fin de semana: el viernes vinieron a casa, por la noche, toda la familia de mi papá (abuelos, tíos y primos); el sábado salieron a cenar con sus amigos; y el domingo vinieron a casa a comer la familia de mi mamá.
¡Vaya fin de semana!
Mamá no paró de hacer comidas y arreglar la casa, además de recoger, menos mal que papá también sabe hacer cosas y le ayuda muchísimo.
A mamá se le borró, durante esos días, esa expresión de preocupación y de tristeza que tenía semanas antes. A pesar del trabajo y de no parar, creo que disfrutó mucho en compañía de toda la familia y de sus amigos.
Yo también disfruté al verla tan contenta, soplando sus velas, como yo, recibiendo regalos. ¡Madre mía si le llenaron el ropero con tanta ropa, complementos, zapatos, etc!

El mes de abril llegó a su fin y mayo tocó a la puerta con una buena noticia para mí: un nuevo fisioterapeuta me iba a ayudar en mi rehabilitación, pero esta vez las sesiones iban a ser en casa.

Mi nuevo fisioterapeuta es un chico fuerte, muy tranquilo y con voz suave. Aunque yo no me acordaba de él, parece ser que cuando tenía unos nueve meses nos conocimos a través de mi tía porque los dos trabajaban juntos en un centro donde iban niños con algunos problemillas.
Mi tía enseña a hablar a los niños y cuando estoy con ella siempre me enseña cosas nuevas, es muy divertida. Un día me llevó a su trabajo para que todos pudieran conocerme, pues sentían mucha curiosidad por mi evolución, ya que ella no paraba de hablar de mí. Allí conocí al que hoy es mi nuevo “profe”.

Bueno, pues mi nuevo profe me está enseñando una cantidad de cosas alucinantes. En primer lugar me está enseñando a desplazarme, a moverme sin ayuda de nadie; él dice que necesito más movimiento en mi vida, para que pueda explorar cosas nuevas, después ya vendrá el caminar. También me enseña a no tener miedo a coger las cosas que están un poco lejos, que si pierdo el equilibrio, pues no pasa nada; de eso trata, que pueda controlar y mantener el equilibrio cuando estoy sentada o de rodillas.
Me gusta la manera que tiene de enseñarme, pues cuando se me presenta algún problema, él me deja tiempo para que yo lo solucione, y siempre me dice:"¿Cómo podremos solucionar eso, Daniela?” “¿Crees que serás capaz de hacerlo?”
Si al final no puedo me echa una manita colocándome en la posición correcta, o sólo moviéndome un poco la mano o el pie para poder recobrar el equilibrio.
Cada día que pasa noto que mi cabeza trabaja más para poder solucionar por mi misma los problemas, ya no me da tanto miedo cambiar de posición y me anticipo en muchas cosas, algo que antes era impensable.
Viene a casa dos días a la semana y lo mejor de todo es que también conoce a mis otros profes con los que se coordina para que no me repitan los mismos ejercicios.
Creo que de esta manera iré avanzando cada día más, además noto que por las tardes estoy más animada, más despierta y trabajo mucho mejor.

El equipo de mis rehabilitadores había aumentado con la nueva incorporación, mi vida se había convertido en un ir y venir de un centro a otro. Recibía sesiones por las mañanas y por las tardes. ¡¡¡Uuufff!!! ¡Qué cansada!
Mi madre, que no se pierde ningún detalle, empezó a notar que me cansaba demasiado por las mañanas, que me costaba Dios y ayuda levantarme e ir a “la casa de la rehabilitación”. Cuando terminaba las sesiones me quedaba dormida, o, aún peor, durante las sesiones mi cuerpo no respondía, no participaba como antes, me costaba muchísimo mantener la concentración. A todo eso hay que añadirle que durante una época me puse enferma con una laringitis. No tendría más importancia si no fuera porque al tener que usar otros medicamentos para curarla, mis defensas sufrieron un gran bajón y esto fue aprovechado por las crisis “graciosas” que vieron una rendijilla por la que colarse.
Debía de ser grande la rendijilla porque aparecieron un gran número de crisis y con una insistencia… ¡Otra vez noches sin dormir y días sin rehabilitación!
La historia se volvía a repetir: crisis por las mañanas, crisis por las noches, crisis, crisis, ¡¡¡¡crisis!!! ; mamá vuelve a llamar a mi neuróloga, ésta vuelve a subirme la medicación; la medicación me deja cada vez más dormida e hipotónica, sin fuerzas; no rindo en mis sesiones…

¡¡¡¡ Quiero que se vaya el señor hamartoma de mi cabeza de una vez por todas!!!! ¡¡¡¡Quiero que me deje vivir en paz!!!!!

Después de casi dos meses de aguantar las “fiestecitas” del señor hamartoma, parece que la medicación empezó a asustarlas, y de 30 ó 40 crisis que aparecían durante todo el día, se quedaron entre 10 ó 15.
Mi cuerpo empezó a tener un poco más de fuerzas y yo me sentía un poco más animada.
Durante esa época mi madre empezó a plantearle a mis profes de “la casa de la rehabilitación” la posibilidad de dejar de ir allí.
Consideraba que era demasiado esfuerzo para mí, y que no estaba viendo mucho avance en cuanto a mi desarrollo, no me veía motivada, parecía como si estuviera aburrida. A lo tonto a lo tonto ya llevaba casi dos años y medio asistiendo a las sesiones.
Mis profes y mi doctora de rehabilitación le dijeron a mamá que ella era la que mejor me conocía y que si veía que no estaba aprovechando las sesiones, porque necesitaba descansar más, que lo mejor era dejar de asistir y recibir las sesiones por las tardes ya que estaba más animada.

Dicho y hecho. Cuando mayo nos dijo adiós, también nosotras nos despedimos de todos los profes que me habían tratado en “la casa de la rehabilitación”: mi fisioterapeuta, el de la voz suave, al que le debo que mi tronco esté recto, controlado, que mis piernas se mantengan firmes cuando me ponen de pie; mi terapeuta ocupacional, la de la gran sonrisa, que me enseñó a manejar mi mano derecha, que me enseñó a hacer torres, puzzles, encajar piezas en otras, a sentarme bien en la silla, que inventaba una cantidad de cosas para que yo pudiera estar lo más cómoda posible en mi silla, en mi trona, en mi correpasillos, que si una cuña por aquí que si una tabla por allá que si unos tirantes para que mi cuerpo no se balanceara, es ¡una verdadera ingeniera de rehabilitación!; mi médico-rehabilitadora, que siempre ha estado pendiente de mí, controlando mi evolución con cariño, buen humor y gran profesionalidad.

Sin embargo, antes de irme, quisieron hacer un último intento para ver si podían adelantarme el proceso de caminar.
Me concertaron una cita con un representante de andadores, pero no un andador cualquiera, sino uno especial para niños con problemas como los míos.
El día de la cita tanto mamá como yo estábamos un poquito enfermas, pero a pesar de eso acudimos con la esperanza de que funcionara.
Cuando llegamos estaban allí todos mis profes, así que me sentí más aliviada, tenía cerca de mí a expertos en el tema y ellos me dirían si realmente valía la pena o no.
Primero se lo probaron a una niña que no paró de llorar durante todo el tiempo, así que me asusté un poco al pensar que aquello, que parecía una bicicleta gigante, pero en vertical, todo lleno de cinchas que se ajustaban en las piernas y en las caderas y que se unían a unos cables que a su vez iban a juntarse a unas ruedas, debía doler un poco. Sin embargo cuando llegó mi turno, el ver a todos mis profes a mi lado y a mis papis me tranquilizó; después comprobé que no dolía nada de nada.
El señor que me puso el andador hablaba casi igual que mi profe de Suiza, pero con una voz más ronca, me decía que me estaba portando muy bien y que no me preocupara.
Al ponerme de pie en ese aparato, me sentí como si muchos enanitos me estuvieran sujetando por todas las partes de mi cuerpo. Al instante todos los presentes comenzaron a decirme que moviera mis pies para que así se moviera el andador y yo tuviera la sensación de caminar. ¡¿Pero cómo iba a mover mis pies si mi cerebro jamás había mandado esa orden?!
Aún así el señor insistía y todos se quedaron mirándome esperando algo, no sé, como un milagro.
Al final, gracias a Dios mis profes se dieron cuenta de la situación y mi terapeuta dijo que no valía la pena seguir con el aparato puesto.
Primero había que enseñarme a moverme de otra manera, que mis caderas tuvieran la suficiente estabilidad y fuerza para poder mantener mi cuerpo, enseñarme a desplazarme, aunque fuera reptar, gatear; después ya vendría el caminar.
Estaba claro que no era el momento de ponerme el andador.

Todos nos han ayudado muchísimo, también a mi mamá que se ha sentido querida y apoyada en este largo proceso de aprendizaje.
Durante dos años y medio hemos tenido que aprender muchas cosas, mentalizarnos que nuestras vidas iban a ir a un ritmo más lento que las de los demás; aprender nombres que mi madre no había oído antes, como Atención Temprana, Ley de Dependencia, discapacidad; acostumbrarnos a obtener o inventar todo tipo de recursos para sentirme más cómoda en mis sesiones.
Mi madre siempre dice que “cada niño es un mundo”, ninguno es igual al otro aunque sean hermanos, y en mi caso al nacer con estos “inquilinos”, el aprendizaje o la experiencia de madre adquirida con mi hermana Natalia le sirvió a medias; conmigo ha tenido que aprender y asimilar, que es lo más difícil, a ser madre de una niña con discapacidad.
Creo, sinceramente, que mis papis y mi hermana han asimilado perfectamente su nueva vida.
En casa, con los amigos, con la familia, en cualquier lugar, con cualquier persona, siempre han hablado, con total naturalidad, de mis “señores”, de mi evolución.
Todo esto lo han aprendido gracias a la ayuda que encontraron a lo largo de estos años en “la casa de la rehabilitación”, ayuda no sólo por parte de mis profes, sino también por parte de muchas mamás que estaban pasando por la misma situación, mamás que se encontraban tristes un día, alegres otros, que pasaban por “la casa de los doctores” sin llevar coraza y caían en un gran abismo; en ellas mi madre encontró consuelo, cariño, desahogo, un gran apoyo.
A todos y todas les doy desde aquí ¡MILLONES DE GRACIAS! Seguiremos en contacto.

Otro mes comenzaba su andadura, junio, y todavía no sabíamos nada de los verdes americanos. Sólo sabíamos que toda la información que mis padres enviaron había llegado perfectamente y que mi caso se había tratado y estudiado en la sesión del mes de mayo.
¿Por qué no teníamos noticias de ellos? Fueron muy rápidos al principio. Claro que también ahora tenían que estudiar el caso a fondo y decidir una cosa muy importante para mí.

Los días en junio animaban a cualquiera: el cielo azul, el sol en toda su potencia, el mar tranquilo, apenas se movía; todo el conjunto invitaba a ir a la playa y relajarse.
Entonces, un buen día, mi abuela materna nos dijo que podíamos utilizar su apartamento en el sur de la isla.
“¡Biiieeennn!” fue lo que dijimos todos en casa.
El apartamento de mi abuela está muy cerca de la playa, tan sólo hay que bajar unas escaleras y ya está. Además es una playita pequeña, apenas va gente, sólo los que vivimos allí por lo que es muy familiar. Mi hermana ha encontrado una pandilla de niños/as (nuestros vecinos) que es muy divertida, con los que juega.
El año pasado cuando fuimos no me lo pasé muy bien porque me puse mala con mucha fiebre, me atacaron los mosquitos y se me puso la cara como un balón de fútbol. Además me daba un miedo tremendo que me acercaran al mar, las olas me daban pánico.
Pero este año, este año, ¡está siendo genial!
Para empezar me encuentro mucho más animada para bajar a la playa aunque no pueda caminar. Papá, que ya he dicho que es muy fuerte, me coge entre sus brazos y me lleva con él al agua.
El primer día no me lo podía creer, ¡qué divertido!, me llevó hacia dentro pasando olas y olas, yo las veía enormes, pero estaba tranquila porque papá me tenía bien cogida. Cuando salimos del agua, hizo un gran hoyo en la playa en forma de sillón para jugar con mis cubos y palas.
De vez en cuando alguno de los niños o niñas de la pandilla, que tienen los mismos años que yo, se acercaba para jugar conmigo y eso me llenaba de felicidad. Podía jugar con otros niños como si tal cosa, me sentía totalmente integrada en el juego, era muy distinto a cuando voy al parque.

A los pocos días de estar allí, ya bajaba a la playa con papá y Natalia desde muy temprano, nos poníamos nuestras cremas y ¡a jugar! Lo más divertido y alucinante fue cuando, bañándome con papá, éste me dijo: “Prepárate Daniela que nos vamos a sumergir”. Yo no entendí a qué se refería. Cuando salí de debajo del agua comprendí qué era “sumergirse”.
A lo mejor piensan que mi papá está un poco loquillo, pero ¡qué va!, a mí me encantó, me dio un ataque de risa…, risa, risa verdadera, de la mía; a partir de ese momento cada vez que me baño con papi me voy al fondo del mar.

Ahora cada vez que podemos, nos vamos los fines de semana al apartamento de la abuela. Mamá prepara todo en un momentillo: ropa, comida, medicinas, etc; y ¡todos para el sur!
Este año he descubierto la playa como un lugar muy divertido y una buena terapia de rehabilitación.

En la primera semana de junio me tocaba visitar a todos mis verdes-rosas en “la casa de los doctores” para comprobar mi evolución.
Mamá y yo ya habíamos ido a que me hicieran el análisis correspondiente y ya teníamos los resultados. Mamá me dijo que tenía los valores del tiroides otra vez un poco altos, es decir, que continuaba con un leve hipotiroidismo, por lo demás estaba todo más o menos bien. Como siempre mamá estudiaba bien la analítica antes de ir a ver a mis médicos, por si les tenía que preguntar algo. Ya sabía que me tenían que subir la medicación para el tiroides.

¡¡¡Riiinnnggg!!! ¡¡¡Riiinnnggg!!! Mamá contestó. La misma cara de hace unos meses apareció de nuevo, hablaba con mi neuróloga.
Me asusté un poco al recordar la última vez que sonó el teléfono, por ello esperé a que apareciera la gran sombra de la tristeza, pero su sonrisa seguía intacta, sus pómulos relajados, y su voz era pausada y de tono alegre.
La oí decir: “¡Qué bien! De todas maneras hoy nos toca revisión, así que dentro de unos minutos nos vemos y me cuenta las noticias de Arizona”.

¡Arizona! ¡Mi neuróloga tenía noticias de Arizona! ¡Ya habían contestado!
¡Ay, por Dios! ¡Qué nervios me cogí!
Mamá se dio cuenta cuando colgó el teléfono y me tranquilizó diciéndome que mi neuróloga había recibido una carta de la Clínica de Arizona y que nos lo explicaría todo cuando fuéramos a verla.
Efectivamente, era una carta de los médicos de allí, pero la verdad, según mi neuróloga demasiado escueta, necesitaba más información.
Pero ¿qué decía la carta?
Según los americanos el señor hamartoma tenía que desaparecer de mi cabeza. Buena decisión, ¡sí señor!
Lo malo es que hay que abrir mi cabeza para poder sacarlo y eso puede resultar muy peligroso.
Sin embargo, otra noticia buena es que si el señor hamartoma desaparece, las crisis “graciosas” también se irían con él, e incluso los problemas hormonales que tengo, como la pubertad precoz, desaparecerían también.
Cuando me enteré de todo pensé: “¡Eso es genial! ¿Cuándo nos vamos?”

Yo todo lo veo muy fácil, pero como ya dije una vez el mundo de los grandes es muy complicado, cada vez me cuesta más entenderlo.
Tras mis primeras horas de euforia, pensando que por fin me iba a poder deshacer de este dichoso “inquilino”, empecé a tranquilizarme y a mentalizarme, pues comprendí que no iba a ser tan rápido como yo creía.

Por supuesto que mamá estaba contenta, igual que mi neuróloga, pero al llegar a casa me explicó que había que esperar a recibir más información. No sabíamos nada de cómo era la operación, el postoperatorio, los beneficios, los riesgos, las garantías de mejoría.
Mamá me dijo: “Daniela hay que tener paciencia. Hay que pensar e informarnos bien de todo. El ir a Arizona cuesta mucho, mucho dinero, todo en esta vida se tiene que pagar, no nos regalan nada. “La casa de los doctores” no se hará cargo de nada, así que tenemos que pagarlo todo nosotros. Si vamos a ir tenemos que asegurarnos de todo y pensar cómo podremos pagar toda esta aventura. Pero, no te preocupes, que seguiremos adelante con fuerza.”

¿Qué es el dinero? ¿Por qué es tan importante? ¿Es que no se puede ir a Arizona sin él? ¿No me podrán operar sin él?
En mis dos años y medio de vida creo que me he hecho más preguntas de las que me podrían contestar.
Sigo sin comprender el mundo de los grandes, sin embargo estoy feliz con mi vida, con mi familia, con mi EVOLUCIÓN y sigo esperando y luchando para echar a mis “inquilinos” de mi cabeza.
Esperando, esperando, esperando ...

jueves, 26 de marzo de 2009

Capitulo 2

¿Se acuerdan de aquella frase: NO OPERAR? Bueno, pues parece que ahora es: SÍ OPERAR.

Es increíble cómo cambian las cosas en tan sólo un par de meses. Ya he celebrado mi segundo cumpleaños y sigo disfrutando, lo que me dejan, de esta maravillosa vida.

Cuando conté la primera parte de mi historia, les dije que estaba a punto de entrar en una nueva “casa” llamada Centro Base, ¿verdad?; pues ya llevo unos cuantos meses recibiendo clases de Atención Temprana con mi nueva terapeuta. ¡Es magnífico! A pesar de tener que ir a varias “casas” distintas, merece la pena tanto esfuerzo; y además tenemos un taxi-abuelo que nos lleva y nos va a buscar. Así mamá va más relajada sin la preocupación de buscar, como una loca, aparcamiento. ¡Muchas gracias, abuelo!

Al principio me aturdían un poco las clases, era mucha la información que estaba recibiendo y, claro, mi cabecita, al no tener al único “inquilino” que debía estar, el señor cuerpo calloso, necesitaba más tiempo para ordenar y procesar toda la información que recibía. Puede ocurrir y de hecho me ocurrió al principio, que al recibir tanta información y de forma tan rápida, mi cerebro no tenía tiempo de asimilarla y entonces empezó a sonar la alarma, es decir, las crisis tontas, que me hacen ponerme rígida y ausentarme algunos segundos, aparecieron y me dejaban totalmente bloqueada. Mi terapeuta iba a un ritmo un poco acelerado, en las primeras sesiones: me enseñaba varios juegos, me ponía de pie, me enseñaba palabras… ¡Uf! ¡Cuánto trabajo! Pero todo consiste en tener paciencia.
Mamá le explicó entonces, que lo mejor era trabajar un poco más despacio conmigo hasta que me fuera acostumbrando a las clases. Y así lo hizo.
A partir de ese día mi “profe” me iba enseñando poco a poco, esperando unos segundos cuando me daban las crisis tontas para que yo me recuperara; me daba tiempo para ver, escuchar, manipular todo lo que me ofrecía de juegos. Esto también nos sirvió para conocernos mejor las tres, pues mi mamá siempre está a mi lado en las “clases”, participa en los juegos, ayuda a mi “profe” y también aprende todo para utilizarlo en casa.
También me tenía que acostumbrar a estar tanto tiempo trabajando. Las “clases” son de 45 minutos, a diferencia de “la casa de la rehabilitación” que son de media hora, y eso me costó mucho al principio.
Después de unas cuantas semanas ya estaba totalmente integrada, acostumbrada y pedía a mi “profe” más juegos.
Un día me dijo: “Pero Daniela, si al principio la acelerada era yo y ahora resulta que eres tú”.
Aunque me costó un poquito acostumbrarme a “la casa del Centro Base”, hoy me encanta ir allí; me encanta mi “profe”, me río mucho con ella, me refuerza y me enseña a decir palabras, a identificar objetos por su nombre, a interpretar cosas mediante gestos, a identificar figuras. Es una persona muy alegre, me canta canciones, me hace cosquillas con un triángulo (por eso sé que es un triángulo, porque lo identifico con las cosquillas), se preocupa por todo lo que me pasa y le da consejos también a mi mamá.
La verdad, es que en todas “las casas” a donde voy, estoy aprendiendo muchísimo, en cada una aprendo cosas relacionadas con una parte de mi cuerpo y, después, mi mami reúne lo que hemos aprendido y a lo largo del día me va haciendo un poco de todo en casa.
Como ya saben en casa también trabajo, sobre todo con la “mini-terapeuta” de la casa: mi hermana Natalia. Ella me enseña a tirar la pelota con las dos manos, me pone mis dibujos preferidos en la tele y me enseña los sonidos de los animales; me da de comer si mamá está muy ocupada; y si estoy sentada con ella en el sillón del salón, nunca, nunca, nunca me deja sola, siempre llama a alguno de mis papis. Dice que tiene miedo de que me dé por saltar del sillón y me haga daño en “las bolitas blancas” de mi cabeza. Así llama Natalia a mis “inquilinos”. ¿Por qué les llamará así? Algún día se lo preguntaré.
Ella también ha cumplido un año más: ¡7 años! Las dos cumplimos en el mismo mes y este año ha sido increíble.
Nuestros papis nos organizaron una fiesta sorpresa para todos, incluidos mis primos. Nadie sabía a dónde íbamos ese día, sólo sabíamos que teníamos que celebrar nuestros cumples. Pero ¿en dónde?
Después de un rato en el coche llegamos a un lugar lleno de tierra, con una casa gigante en medio: ¡Era una granja! ¡Celebramos nuestro cumple en una granja llena de animales!
Nos quedamos todos con la boca abierta, sobre todo cuando el señor que cuidaba la granja, nos acompañó para que le diéramos de comer a las cabras, vacas, conejos… Después de un largo rato acariciando a todos los animales, nos fuimos a la casa para merendar, recibir los regalos y soplar las velas. Pero la fiesta aún no había terminado.
Cuando nos cantaron el Cumpleaños Feliz, apareció otra vez el señor de la granja y llevó a todos los niños fuera. Delante de una pared con unas cosas muy raras pegadas en donde ponían los pies, les pusieron un casco y un cinturón lleno de cuerdas y después tenían que subir por dicha pared hasta llegar a lo más alto. Todos reían y animaban al que estaba subiendo.
Cuando terminaron, observé que todos iban corriendo hacia el otro extremo del patio. Allí había unos puentes larguísimos, con numerosas cuerdas a los lados. Mi hermana y mis primos se subieron e iban pasando por todos los puentes, con sus cascos y sus cinturones todavía puestos. Al final del trayecto ya no había puente, así que yo pensé: "¿Cómo se van a bajar de ahí? ¡Se van a caer!"
¡No! Lo divertido era el final: se tiraban enganchando sus cinturones a una cuerda situada más alto. ¡Parecían pájaros!
Aunque yo no pude participar en esos juegos, sí disfruté mucho viendo a todos los niños correr, reír, gritar, y sobre todo, disfruté al ver tantos animales de verdad, escucharlos, acariciarlos; por ver a toda mi familia junta, paterna y materna, celebrando el cumple de mi hermana y mío. Natalia se lo pasó genial también y jamás olvidaremos ese día tan especial. Espero que si hay una próxima vez, los ejercicios que me hacen mis profes hayan dado sus frutos y me pueda subir, aunque sea, a un puente de esos.

Los ejercicios que me hacen en “las casas” me han mejorado mucho, me siento más ágil y además he adelgazado un poco, lo cual me viene fenomenal.
Sin embargo, lo que me está costando un poco es caminar. Todavía no soy capaz de dar un pasito, y eso que yo quiero, pero mis piernas no me hacen caso. Mi fisioterapeuta dice que estoy mejorando, que mis caderas están mejor y que estoy consiguiendo más estabilidad; pero, a veces, me desespero, porque veo a mi hermana correr, a los niños/as ir de un lado a otro en el parque, y yo no puedo bajar de mi silla.
Mis papis me ponen en los columpios y en un caballito balancín que me divierte mucho; además me han comprado un correpasillos-coche-moto, con el que me llevan al parque y me trasladan por toda la casa. Eso me anima más y parece que a mis piernas también.
Otra parte de mi cuerpo que ha mejorado considerablemente es mi mano derecha. Ya está totalmente integrada en el grupo; si además ya quiere coger hasta el biberón de la noche, y ¡eso que pesa! porque, la verdad, me encanta la leche con cereales.
Estoy muy contenta con MI EVOLUCIÓN en la rehabilitación. Pero lo que me tiene un poco preocupada, y a mis padres también, es que las crisis tontas no desaparecen.

Si recuerdan, cuando nací me daban unos movimientos un poco raros en las manos y piernas, a los que llamaron convulsiones o crisis epilépticas. Con el paso del tiempo y la medicación apropiada, esos movimientos fueron desapareciendo; pero en su lugar aparecieron otras crisis, a las que llamo “tontas”, que consisten en ponerme los puños cerrados, las piernas extendidas y todo rígido.
Este tipo de crisis se han ido mezclando con otro tipo, llamadas crisis gelásticas: son risas nerviosas, sin control, no hay referencia alguna; aparecen sin más, incluso por la noche, durante el sueño.
Tanto unas como otras mejoran con la medicación durante un tiempo, pero parece que mi cuerpo se acostumbra y entonces vuelven a aparecer. Golpean mi cabeza provocándome un gran malestar, un gran cansancio, un gran sueño, que me impide realizar mis ejercicios de rehabilitación de forma correcta, lo cual me enfada mucho, porque son muy pesadas; a veces se presentan entre 20 ó 30 al día, e incluso cuando estoy durmiendo, lo que hace que me despierte y me pase toda la noche en un duerme vela.
Es muy molesto, ya que cuando estoy de paseo o en un restaurante, me da esa “risa” que, aunque no es escandalosa, aparece sin razón alguna y la gente me mira , unos se ríen también y otros dicen: “¡Qué niña más simpática!”.
¡Si ellos supieran que realmente no es por simpatía! ¡Bueno! Simpática sí soy.

Los amigos de mis padres siempre les preguntan cómo diferencian las risas normales de las crisis gelásticas. La verdad es que no es fácil, pero claro, mis papis son mis papis y, si ellos no saben identificarlas ¿quién va a saber?
De todas maneras, si se fijan bien, podrán observar que, cuando me dan, tuerzo un poco la boca hacia el lado izquierdo y mis ojos parpadean más rápido de lo normal; pero la señal más clara es que no me río con algo o de algo en concreto, sino que es una risa sin sentido, espontánea, sin referencia.
Hace poco mi mamá llamó a mi verde-rosa neuróloga y le comentó lo que me estaba pasando. Se decidió, entonces, cambiarme, de nuevo, la medicación y… ¡BINGO! Durante un largo tiempo no aparecieron ni una sola de las crisis, ni las “tontas” ni las “graciosas”. No me lo podía creer, podía hacer mis ejercicios sin ninguna interrupción, me sentía con un ánimo estupendo y ¡jo! ¡Cómo dormía!

Lo bueno siempre dura poco. En mi caso unas tres semanas de vida tranquila.
Poco a poco empezaron a surgir, como si estuvieran llamando a la puerta:
-¿Se puede?
-¡Pues, no!- les decía yo enfadada.
Pero, nada de nada, no hicieron caso y se colaron por la “puerta de atrás”: un día una, otro día otra para acompañar a la anterior y así sucesivamente hasta lograr formar un grupo lo suficientemente grande como para estar, otra vez, muchas noches sin dormir por culpa de ellas. Otra vez un número que comprendía entre 20 y 30 crisis al día; lo único bueno de todo esto es que las otras crisis parece que les dio corte formar parte del grupo y se han mantenido escondidas. Sé que están escondidas, que no han desaparecido, ya que, de vez en cuando, alguna quiere ser un poco cotilla y me hace una “visita” fugaz.

Bueno, pues debido a este aumento de las crisis y al fracaso de la medicación, mi madre repasó el informe clínico que nos había enviado un verde-rosa extranjero, que había estudiado mi caso. En él encontró información, que antes no había sido importante: “Las crisis gelásticas son muy difíciles de controlar con medicación y, con el tiempo pueden empeorar seriamente la salud del paciente. Cuando se llega a ese estado, lo mejor es considerar la cirugía, en cualquiera de sus alternativas”.

¡¡¡Operar!!! ¿Dónde? ¿Quién? ¿Cómo?
En casa se formó un ambiente de incertidumbre, de miedo que jamás había percibido en mis dos años de vida.
Gracias a que mis papis se tranquilizan muy rápidamente y se ponen a trabajar en el asunto, porque si no, yo no hubiese aguantado tanta tensión.

Lo dicho. Mamá empezó a investigar, como siempre, en ese lugar llamado Internet. De vez en cuando la oía decir a mi papá: “Me metí en una página que hablaba de crisis gelásticas y era muy interesante”.
Otras veces decía:” Me voy a conectar a ver si encuentro algo hoy”.
Yo ya sé que mi mamá es una súper mamá, pero ¿cómo puede hacerse tan pequeña como para “meterse en una página”? ¿Y cómo se conecta? Porque yo nunca le he visto ningún cable.

No sé cómo hace todas esas cosas, pero ella investigó, recopiló datos, información; papá grabó en video cuando me daban las crisis y lo puso en lo que ellos llaman iPod; y cuando obtuvo información suficiente, se la llevó toda a mi verde-rosa neuróloga.
Como dice una amiga de mamá parece que estaba haciendo una tesis sobre mí.

Lo mejor para mí en estos momentos parece ser que es operar, pero no una operación convencional, sino una operación “moderna”: RADIOCIRUGÍA.
Dentro del señor hamartoma hay unas neuronas un poco pesaditas y juguetonas que son las que causan esas risas. ¡Vamos que son muy “graciosas” las neuronas! La técnica consistiría en destruir dichas neuronas, quemarlas, para que no me molesten más.
En los casos que mamá encontró en varios artículos, los resultados son muy buenos, llegando incluso a desaparecer casi por completo las crisis; pero lo más importante es que desaparece el riesgo de que se produzcan cambios de conducta, como la esquizofrenia, algo probable si continúan las crisis.

En principio, mi neuróloga estaba totalmente de acuerdo con mamá, pero había un problema: la clínica donde se hacía esa técnica estaba en Madrid y era “privada”. Todo estaba en marcha, lo único que había que hacer era esperar y “convencer” a los grandes verdes de “la casa Seguridad Social” para que me trasladaran a Madrid.
No entiendo muy bien de qué va todo esto. Yo pensaba que uno podía entrar en todas “las casas” si necesitabas mucha ayuda, pero parece ser que no es así. Este mundo de los mayores me está costando un poco entenderlo. No sé que es una “casa privada”; supongo que debo tener una "llave" especial para poder entrar en ella. Lo cierto es que mi mamá decía que haría todo lo posible para que me dejaran entrar allí.

Mi madre siguió visitando ese lugar de Internet prácticamente todos los días y revisaba este blog por si alguien se ponía en contacto con nosotras para darnos información sobre mis “inquilinos”.
Un día encontré a mi madre muy contenta. Bueno, ella siempre está contenta, por lo menos eso es lo que a mí me parece, pero ese día estaba un poco más, su cara era como un plato combinado: una pizca de alegría, una pizca de esperanza, una pizca de curiosidad y unas gotitas de luminosidad en sus ojos.
Pronto supe qué había ocurrido. En una de las visitas al blog, se dio cuenta que había un comentario más. ¡Qué bien! ¡Después de tanto tiempo, un comentario nuevo!
Se trataba de un señor de Madrid, cuyo hijo parece que tiene el síndrome de Pallister Hall, ese síndrome del que todavía sigo esperando el análisis genético. Dicho niño, mi nuevo amigo, tiene cinco años y un hermano más pequeño. Enseguida empezaron, su papá y mamá, a intercambiarse información sobre el Síndrome: síntomas nuevos que desconocíamos; pruebas nuevas, como por ejemplo, una prueba que hace un verde, llamado otorrinolaringólogo (esto me lo ha chivado mi mami, porque cualquiera se acuerda de semejante nombre), ya que uno de los síntomas del Pallister es tener la epiglotis bífida (también me lo ha chivado).
Cuando me hicieron esta prueba fue un poco desagradable, porque me metieron por la nariz un cable, que parecía una culebra con un gran ojo del que salía una luz muy brillante. Mi mami me tapó los ojos y una enfermera me cogió la cabeza con las dos manos para que no la pudiera mover. El verde decía que si me movía me podía doler mucho.
Yo intenté no llorar, pero no lo pude evitar; el sentir algo que se va metiendo por tu nariz hasta no sé dónde… Lloré y, mi abuela, la mamá de mi mami, que estaba allí me tranquilizó un poco con sus palabras. Cuando todo terminó me llenó de besos y de caricias, lo cual agradecí mucho.
Al final, el verde le dijo a mi mami que tenía la epiglotis perfecta y también mis cuerdas vocales; así que un síntoma menos del síndrome.

Otro de los síntomas del síndrome es tener anomalía en el tiroides. Esto fue una gran sorpresa para mi madre, pues hace unos meses en un análisis de control, los valores del tiroides aparecían un poco elevados; así que mi verde-rosa endocrina consideró que, teniendo en cuenta los “inquilinos” de mi cabeza, lo mejor era no enfadarlos aún más, aunque el hipotiroidismo que estaba padeciendo nada tenía que ver con los “inquilinos”, y por ello me mandó una medicina nueva hasta normalizar los valores.
Pero parece ser que sí tiene que ver con el síndrome y, aunque en el siguiente análisis los valores se habían normalizado, sigo tomándome la medicina, por si “las moscas”. Mi endocrina dice que es una dosis muy baja la que me voy a tomar, y si dentro de tres meses, con un nuevo análisis, los valores siguen bajos, me retira la medicación.

El papá de mi nuevo amigo es muy amable, le ha mandado a mamá unas fotos de sus dos hijos y son muy guapos; ella también le envió fotos nuestras.
Mi nuevo amigo le ha dado muchas esperanzas a mamá porque él ya camina, habla y se desenvuelve muy bien en su cole, tanto que ya el año que viene puede pasar al cole de los grandes, "primaria" creo que se llama. ¡Felicidades!
Además es muy curioso observar cómo se han instalado “los inquilinos” en nuestras cabezas, porque mi amigo tiene los mismos “inquilinos” que yo, con la única diferencia de que el señor cuerpo calloso sí encontró su “casa” en su cabecita, pero no en la mía; otra curiosidad, según mamá, es que mi amigo nunca ha tenido esas crisis tontas, lo cual es una gran ventaja.
¿Tendrá algo que ver que él sea niño y yo una niña? ¿Por qué él tiene unos síntomas y yo otros? ¿Por qué él duerme tanto como yo si no se toma ninguna medicina?
¡Cómo nos gustaría tener respuestas a tantas preguntas!

Un día que mamá se fue sola a “la casa de los doctores” para preguntar por una prueba que llevábamos tiempo esperando, se encontró con una enfermera de mi neuróloga. Después de hablar un rato, ésta le preguntó a mamá si ya había ido a rellenar los papeles del traslado.

¿Cómo? ¿Traslado? ¿Qué traslado? ¿A dónde?
Fue una verdadera sorpresa. Tras unos segundos de asombro, sorpresa, mezclada son una alegría inmensa, mi madre pudo hablar con mi neuróloga.
La explicación fue sencilla: mi neuróloga no se quedó de brazos cruzados y empezó a preguntar por toda “la casa de los doctores” si habría alguna posibilidad de ir a esa clínica de Madrid.
Un día un verde, llamado oncólogo, le dijo que sí, puesto que ya se había enviado a otros niños allí. Enseguida se reunieron varios verdes para estudiar mi caso y llegaron a la misma conclusión: IR A MADRID.

¡Los Súper Verdes de aquí me prestaban “una llave” especial para poder entrar en “la casa privada” de Madrid!
Mis padres se emocionaron mucho. Ese día no paró de sonar ese aparato, que me encanta, al que llaman teléfono y por el que se oye una voz. Mamá repetía una y otra vez: “No, no, no. No sabemos la fecha. Todavía estamos con el papeleo. Hay que tener paciencia. Ya avisaremos cuando llegue el gran día”.

La verdad, es que después de esa gran noticia mis papis tenían siempre una gran sonrisa, parecía que llevaban una máscara.
A propósito, ¿dónde está Madrid? Tanto Madrid, tanto Madrid, y yo no tengo ni la menor idea de lo que se está hablando. Me imagino que pronto me enteraré.

Lo cierto es que, una semana después de esa gran noticia, yo seguía con mi rehabilitación y con mi rutina. Pero un día llaman a mamá desde Madrid: eran los verdes de allí.
Mamá se puso un poco nerviosa y la oí que decía: “Sí,sí,sí. La resonancia ya está pedida, pero intentaré que le adelanten la fecha para mandarla lo antes posible.”

¡Oh no! ¿Tenía que ir otra vez a ver a la señora resonancia?
No me gusta nada, porque me ponen una máscara y me dicen: “Respira Daniela, respira.” ¡Ya, claro, respira! ¿Cómo voy a respirar, si me estás tapando la nariz y la boca? Además al ratito dejo de ver a mi mami, que está siempre a mi lado, se va volviendo borrosa y me va entrando un sueño espantoso.
Lo peor es cuando deciden que ya he dormido lo suficiente y empiezan a despertarme todos a la vez. Noto una sensación como si me estuvieran dando vueltas constantemente y además tengo un hambre horrorosa porque mamá me da el biberón después, cuando llegamos a casa. A veces, escucho a mamá decir que no puedo tomar mi biberón antes porque me tienen que poner algo así como “anastasia” o “anetesia” y que me puede sentar mal.
¡A mí me sienta fatal que me despierten de esa manera!

Mi rutina se terminó desde ese instante en que mamá habló con los verdes de Madrid, por lo menos en esa semana.
Rápidamente, mi abuelo empezó a llamar por teléfono, mi mamá también y mi neuróloga lo mismo.
“¡Vaya semana que nos espera Daniela! Voy a repasar nuestras corazas, por si acaso”, me decía mi mamá. Al día siguiente entendí sus palabras.

Una mañana mi madre me despertó para desayunar, como siempre, pero me extrañó ver a mi abuela materna en casa. ¿Qué hacía allí tan temprano?
Mi sorpresa aumentó cuando me percaté de que nos acompañaba a “la casa de los doctores”. Era un poco raro, pues mi mamá y yo siempre vamos solas.
En un principio pensé que íbamos a ver a mi neuróloga, pero al ver que pasábamos de largo por su despacho, mi sorpresa, curiosidad y mosqueo fueron increíbles.
¿A dónde vamos?

Pronto me dieron la solución: me iban a hacer un electroencefalograma continuo de 24horas (¡toma ya! ¿A qué me lo aprendí bien?)
Esta prueba la había pedido mi madre hacía aproximadamente un año y medio. Por circunstancias que no quiero saber, porque ya tengo suficiente con ver a mi madre enfadada cada vez que preguntaba por dicha prueba, se había ido retrasando, pero parece que ese día, por fin, me la iban a hacer.
Es increíble cómo, a veces, las cosas vienen en su justo momento. Si lo piensan bien, la prueba me la hacían en el momento oportuno: crisis gelásticas continuas y en número elevado, ya tengo más edad con lo que podría aguantar mejor la prueba y, por último, más información para mandar a los verdes de Madrid.

¡Madre mía! ¡Qué tirones de pelo! Por poco me dejan sin mi gran melena.
Mamá entró en la sala conmigo y la pobre abuela se tuvo que quedar fuera, porque no la dejaron entrar.
Me sentaron en las rodillas de mamá y todos se pusieron una mascarilla, incluida mi mami. ¡Aaaahhhh! ¡Se había convertido en un verde!
Las palabras tranquilizadoras de mi mami y mi canción favorita empezaron a sonar cerca de mis oídos. Ahí comprendí que mi mami seguía siendo mi mami.
De repente, me hicieron la cabeza hacia un lado y me pasaron un algodón con el que rasparon mi cabeza fuertemente; después me pusieron un cable al que colocaron encima una gasa con un pegamento que olía horroroso (de ahí que mi madre se pusiera la mascarilla); por último una enfermera cogía un secador y secaba la zona.
Toda esta maniobra la hicieron como unas 20 veces, llenando toda mi cabeza de cables. Cuando pensé que ya habían terminado, me colocaron dos más cerca de los ojos, dos en la barbilla y uno en el corazón, pero sin pegamento, menos mal.
Tardaron una hora y cuarto en hacer todo; estaban contentos porque habían tardado poco, decían que me había portado muy, muy bien. ¿Cuánto tardan con un niño que se porta regular o mal?

Por último, conectaron todos los cables a un aparato pequeño que metieron en una especie de maletita, una bandolera, según decían; recogieron todos los cables y me pusieron una venda que me cubría toda la cabeza; más bien era como un pañuelo, agarrado con esparadrapo para que no se me moviera.
Tenía que estar con todo puesto hasta el día siguiente. Veinticuatro horas conectada.
Gracias a Dios que no tenía que estar ingresada, sino que me podía ir a casa. Además lo más chuli de todo fue que esa noche pude dormir con mi mamá y ¡en su cama!

Al día siguiente fuimos, otra vez, a “la casa de los doctores”, pero esta vez no vino mi abuelita.
¡Ay Dios! ¡Cómo me dolió! Ese día sí lloré. Cada vez que me quitaban uno de esos cables, me tiraban del pelo, y como tenía el pegamento pues, ¡imagínense! También es cierto, que la pobre señora me lo hacía con cuidado y además me ponía un poco de acetona para que se despegara con mayor facilidad; pero que va, ¡uf!, aquello dolía lo suyo.
Durante más de una semana tuve pegotes en mi cuero cabelludo y mi papi tuvo que lavarme la cabeza y ponerme suavizante todos los días.

Después de superar esta gran prueba y pensar que ya podía descansar, sonó otra vez ese teléfono pequeño que mami siempre lleva consigo.
Mis ojos se abrieron como platos y mi corazón empezó a latir rápidamente.
Otra prueba no, por favor. Pues sí, y esta vez a ver a la señora resonancia.
Adelantaban la fecha de la visita para poder mandar la opinión de la señora a Madrid.
Bueno, pues una semana completita: miércoles y jueves el electro y el viernes la visita a la resonancia.

Todo se ve un poco abrumador cuando tienes tantas cosas que hacer, organizar, preparar. Pero ya he dicho muchas veces que mi mami es una buena organizadora y enseguida prepara todo y, sobre todo, empieza a tranquilizarme.
Valió la pena pasar esas semanas tan agotadoras y de tanta tensión. Al final la señora resonancia dijo que todo estaba igual en mi cabeza. Los “inquilinos” no se habían movido más, pero tampoco habían crecido. Además todos las “estancias” (ventrículos) estaban provistos de su correspondiente líquido (permeabilidad). Seguían a salvo de ser invadidas por la hidrocefalia.
El resultado del electro continuo todavía no lo tienen mis papis. Por lo visto va a tardar un poco, porque hay mucho que estudiar, según le dijeron a mi mamá.

Los verdes de Madrid están estudiando todo en profundidad, sobre todo, las últimas palabras de la señora resonancia. Consideran que mi caso hay que tomarlo con calma debido a mi corta edad, lo cual me parece bien. Espero que puedan hacerme esa operación pronto y olvidarme de esas crisis “graciosas”.

Hoy, 14 de marzo de 2009, he ido a comer con mis papis y mi hermana a la playa de Las Canteras, me ha sentado de maravilla. Cuando hemos terminado de comer, me dormí una gran siesta en mi silla y al despertar mi papá me quitó el traje, la rebeca y los zapatos y nos fuimos juntos con Natalia, los tres solos, a la playa.
¡Qué día! ¡Qué calor! ¡Qué bueno! La arena estaba calentita y, aunque no me bañé, disfruté como nunca, jugando con mi papá y mi hermana. Me sentí animada, estaba jugando sin parar, gritaba, reía; incluso, quería llegar hasta el agua, pero, claro, no podía. Papá, que se dio cuenta, me levantó con sus fuertes brazos y me acercó para mojarme los pies.
¡Uuufff! ¡Qué fría! En ese momento tuve unos deseos locos de poder caminar, de chapotear yo sola en el agua, sin la ayuda de papá y pensé: “Espero que el teléfono pequeño de mamá suene pronto, otra vez, y sean los verdes de Madrid”.