lunes, 6 de octubre de 2008

Capitulo 1


Todo comenzó cuando aquella gran serpiente se paseó sobre el vientre de mi madre y se paró, presionando fuertemente, mi cabeza.

Me llamo Daniela y nací el 8 de diciembre del año 2006 en Las Palmas de Gran Canaria.
Mi vida todavía es muy corta, pero he oído, sentido, experimentado tantas cosas…

Cuando me estaba formando en el vientre de mi madre todo era maravilloso, sentía la alegría de mis padres y de mi hermana, sobre todo cuando les dijeron que yo era una niña. Mi madre se llenó de alegría, me acariciaba y me decía: “¡Qué bien eres una niña!”.
Mi nombre lo eligió mi hermana. Decía que le costaba menos pronunciar Daniela que Gabriela, que era el nombre que habían pensado mis padres. Así que me quedé con el nombre de DANIELA.

La gran serpiente aparecía de vez en cuando y presionaba el vientre de mamá haciéndome un poco de daño, pero se podía soportar. Un día, cuando tenía 32 semanas, la gran serpiente se deslizó por el vientre de mamá, como siempre. De repente, se paró justo encima de mi cabeza y presionó de tal forma que le tuve que dar una patada a mamá. El animal no hizo ni caso y siguió molestándome hasta que oí a mamá preguntar qué pasaba. Una oleada de sensaciones inundó el cuerpo de mi madre; nunca la había sentido de aquella manera, así que empecé a preocuparme y a moverme mucho.
Tras un silencio sepulcral, el animal se levantó, noté como limpiaban sus babas del vientre de mamá y entonces empecé a escuchar palabras como: hidrocefalia, tumor, quiste….
¿Qué significaban todas aquellas palabras? ¿Por qué ya no me decía: “tranquila”; “todo está bien”; “mamá está aquí”?
Mamá lloró, papá también y yo… ¿LLoré? Creo que sí.

A partir de ese momento, la estancia en mi lujosa “casa” se hizo insoportable, angustiosa, desagradable. Sentía que mamá se cansaba más que nunca, que lloraba continuamente y que esas oleadas de sentimientos, desesperación, angustia y tristeza cada vez eran más frecuentes. No me dejaban dormir, ni descansar; me sobresaltaban; vivía en un susto constante. Además ya no sólo me molestaba el animal de siempre, sino que, otro más grande, empezó a visitarme, dese el interior, examinando mi cabeza más de cerca.

La primera vez que me topé con este animal me asusté mucho. Sabía que mamá también estaba asustada, lo percibía, oía su corazón latir más rápido de lo normal y no paraba de acariciar su vientre para que yo me tranquilizara. A través de las “paredes” oía muchas voces, por lo que imaginé que mamá estaba con muchas personas; además escuchaba como las llamaba “doctores” “doctoras”. Todos hablaban a la vez y ayudaban al animal a moverse de un lado a otro. Entre tantas voces me llamó la atención el que esos doctores repitieran tres palabras nuevas para mí: hamartoma, agenesia de cuerpo calloso, quiste aracnoideo.
Ese día no lo olvidaremos nunca.
¿Cómo podían hablar esos doctores de tal forma? ¿Por qué no le explicaban nada a mi madre? ¿Es que mi madre se había vuelto invisible?
Todos opinaban sobre lo que tenía en mi cabeza, pero ¿qué era realmente? ¿Podía nacer bien? ¿Sería una niña normal? En ese momento ningún doctor nos explicó nada, sólo decían que había que esperar a que yo naciera y ver la evolución.

Ese día mis padres estaban muy tristes, sólo reían para no preocupar a mi hermana. Mi madre se sentía cansada, dolorida, y yo también. Aún así, ella seguía acariciándome y hablándome para que yo me tranquilizara, porque no paraba de moverme. Fue uno de los peores días, y digo “uno” porque desgraciadamente cuando viese este nuevo mundo para mí, tendría más días como aquel.

Cuando, por fin, los doctores decidieron reunirse con mis padres para explicarles mi situación, mi madre decidió que sus explicaciones no me iban a hacer daño ni a ella tampoco. Decidió no llorar con angustia y enfrentarse a los doctores con conocimiento de los hechos, con frialdad, paciencia y tranquilidad. Creó, para ella y para mí, una coraza tan resistente y fuerte que las puntiagudas palabras de los doctores jamás pudieran traspasarla. Su intención, creo que la más acertada, era protegerme de esas oleadas de sufrimiento y dolor que, al fin y al cabo, me perjudicaban, para así sentirme tranquila y engordar lo suficiente para nacer fuerte y afrontar todo lo que me esperaba en “la casa de los doctores”.
Mis padres se sentaron frente a los doctores, en un despacho lleno de papeles, con un desorden increíble, en el que apenas podíamos movernos. Uno de ellos les dio la ansiada explicación: “Su hija tiene un abanico de posibilidades: desde nacer como un “vegetal”; o ser una niña con problemas cerebrales serios; o ser una niña con una minusvalía física, es decir que pueda nacer con un trastorno en su movilidad, en el lenguaje; o una niña sólo afectada por una epilepsia; o una niña normal, con un pequeño retraso en el desarrollo del aprendizaje.”
No se sabía exactamente qué tipo de enfermedad tenía, sólo que era una de esas enfermedades catalogadas como “raras”. Una doctora dijo: “Habrá que esperar a verle su carita. Si la carita es normal, no te preocupes, ya habremos ganado mucho”.
Sólo había que esperar a que naciera y esperar evolución. Esta frase la oiríamos muchas veces más: “ESPERAR EVOLUCIÓN”.

El día 7 de diciembre a las 10.00 PM llegamos al hospital. Fue una noche dura, sin dormir, con ganas de salir a conocer este mundo. Allí estaban mi papá y mi abuelo paterno al lado de mi madre, apoyándola, mimándola. Mis abuelas se pusieron al frente de todo: una haciendo guardia, en el hospital, esperando poder dar la gran noticia a toda la familia; y la otra en mi casa cuidando a mi hermana que se había puesto enferma con gripe.
Mi madre estaba un poco asustada y, después de muchas horas también se sentía cansada. Me decía que yo también tenía que empujar un poco más para así ayudarla, pero yo, sinceramente, me hice la remolona, porque tenía mucho miedo. No quería ver la cara de los doctores, no quería conocer a la gran serpiente, no quería dormir en “la casa de los doctores”. Pero “mi casa” se movía mucho y cada vez tenía menos comodidades. Era como si me estuvieran empujando continuamente hacia un túnel oscuro en el que apenas podía pasar. Sentí una gran sacudida, mi cabeza quedó encajada al final del túnel y percibí la primera caricia en mi pelo. ¡Una mano me estaba tocando mi pelo! Al instante se produjo otra sacudida y noté que mamá se levantaba al mismo tiempo que yo me deslizaba por el túnel, y, cuando creí que me iba a caer, mamá me cogió con sus manos y me llevó con ella. Me abrazó y noté sus lágrimas caer en mis ojos. ¡Había nacido! Conocí este mundo un viernes, día 8 de diciembre, del año 2006 a las 10.00 AM.

¿Cómo soy? ¿Qué aspecto tengo? ¿Soy normal? ¿Tengo una cara normal?
Mi madre recordó las palabras de aquella doctora que decía que lo primero que había que ver era mi carita. Así que cuando la doctora que la ayudaba en la difícil tarea de “dar a luz”, le preguntó que si quería sacarme del túnel, ella no lo dudó ni un segundo. Con la ayuda de papá, que es grande y fuerte, sacó todas sus fuerzas para poder cogerme a la salida del túnel, y comprobar que yo era una niña con una cara ¡preciosa!
Tengo el pelo castaño claro, los ojos un poco rasgados, como mamá, y de color marrón muy claros, casi miel; la boca muy pequeña, pero con unos labios muy definidos y carnosos; la nariz un poco pequeña, como mi hermana y la cara redonda. Pesé 3,600 kg. y medí 51 cm. El Sr. Apgar me dio una puntuación de 9 – 10. No sé quién es ese señor, pero parece que le caí bien.
El señor verde que me separó de mi madre le dijo que tenía un dedo o apéndice en el quinto dedo del pie izquierdo, pero que se podía operar y quitar; y por otro lado, el dedo meñique de la mano derecha era más pequeño de lo normal.
¡¿Ya está!? ¡¿Eso es todo!? ¿Quiere eso decir que soy normal? ¿Me podía ir a casa con mis padres? ¿Qué pasaba con todas aquellas cosas raras que decían de mi cabeza?

Papá, mamá y yo sólo estuvimos juntos un día en “la casa de los doctores”. Nos instalaron en una habitación donde había otros niños con sus mamás y por donde pasaban muchas personas, que entraban y salían, lloraban, reían, gritaban. Pensé que este mundo iba a ser un poco más silencioso, pero me equivoqué. Empezaba a echar de menos mi antigua “casa”. Sin embargo, recuerdo, con agrado, el calor de mamá, su pecho cuando me abrazaba, sus palabras, sus canciones; recuerdo a papá como me mecía en sus grandes brazos, parecía un barco de lujo; como me besaba y me decía que era su niña del alma. Recuerdo que, estando con él, acurrucada en su pecho, algo me sobresaltó. Mis manos, brazos y piernas se movían de forma incontrolada, mi cabeza se giraba hacia la derecha y me ausentaba inesperadamente.
Cuando volví a ver nítidamente la cara de mis padres, tenían una expresión que reflejaba pánico. Algo no iba bien.

El sábado, a las 8.00 PM, papá y mamá y uno de los verdes me llevaron a una habitación más grande, llena de cunas como la mía. No les dejaron entrar, así que conocí a todos los verdes que vivían en esa “casa” yo solita. Me observaron todo mi cuerpo, por arriba, por abajo; después me pincharon una aguja en mi mano a la que colocaron un tubito y por él introducían un líquido que me dejaba muy, muy dormida. Tanto es así, que cuando mis padres pudieron entrar a verme, sólo recuerdo sus caras muy borrosas, y a mamá acariciándome la mano a través de una de las ventanas que tenía mi caja. Era una caja, como de cristal, estaba muy calentita allí, y tenía cuatro ventanitas redondas, dos por cada lado. Mis padres se despidieron de mí, diciéndome que debía permanecer en “la casa de los doctores” durante un tiempo para ponerme buena. Yo no entendía nada, no quería estar en esa caja, sólo quería que mi padre me meciera en sus fuertes brazos, porque quería dormir tranquila. Intenté mover una de mis manos, pero el líquido que me habían puesto me había dejado tan dormida que ninguna parte de mi cuerpo respondía. Mamá se acercó para darme un beso y me dijo: “No te preocupes, mañana estaré aquí a primera hora para darte tu biberón. Que duermas bien mi Daniela”. En ese momento, mamá me dio un beso y noté como una gota caía en mi mejilla. Entonces supe que mamá, papá y yo no dormiríamos juntos durante mucho tiempo.

Mi estancia en “la casa de los doctores” duró dos meses. Allí había muchos niños y niñas, pequeños muy pequeños. Creo que yo era una de las más grandes, por eso me llamaban “la abuelita”.
Al principio estaba en una gran caja de cristal, pero como crecía muy deprisa me trasladaron a una más grande pero totalmente abierta. Siempre tenía un aparato en mi pie que indicaba mis pulsaciones y avisaba si algo iba mal. La mayor parte de las veces eran mis padres los que avisaban a los verdes, porque con el paso del tiempo, habían aprendido a identificar cuándo iba a tener uno de esos movimientos, a los que llamaban convulsiones o crisis, y como eran tan imperceptibles, nadie se enteraba, ni el aparato de mi pie. Mi madre se enfadaba un poco con ellos, porque me tapaban tanto, con aquellas mantas rasposas, que apenas se me veía por lo que era imposible que se dieran cuenta de mis movimientos. Ella me destapaba cuando se marchaba a casa, pero al momento venía alguien y me ponía, otra vez, como si fuera una regalo, totalmente empaquetada entre las dichosas sábanas y mantas. Otras veces, mi mamá se enfadaba porque, cuando llegaba y miraba en la carpeta donde apuntaban mi peso, si había comido ese día, si me había tomado la medicina, se daba cuenta de que no me habían dado esa medicina que me dejaba tan dormida. Por lo visto me la tenían que dar siempre a la misma hora, si se retrasaban mucho podían volver esas crisis tontas y entonces me ponía muy malita.
Mi estancia allí no fue muy agradable, los niños pequeños siempre estaban llorando, encima de mí había un tubo muy largo que siempre brillaba y, al principio, no me dejaba dormir bien, con el tiempo me acostumbré y dormía más que nadie; los verdes hablaban muy alto y se acercaban a mi cuna, me destapaban, me desnudaban, me metían debajo de una ducha, me volvían a vestir y a la cuna otra vez.

Los días pasaban y mis padres se sentían cada vez más cansados, ya que cada tres horas tenían que ir a darme de comer, también aprovechaban para hablar con los doctores, siempre con la esperanza de que en cualquier momento les dijeran que me podían llevar a casa. Mi madre decía que ir allí era como una montaña rusa, unos días volvían a casa contentos, eufóricos, por las buenas noticias que les daban los doctores; y otros días la desesperación hacía que cayeran en un vacío, en una frustración inmensa, en una tristeza, sólo superada poco a poco por la unión y la compenetración que tienen mis padres.
Los días eran duros, con sorpresas. Un día que mi padre fue por la mañana a darme el biberón, viendo mi carpeta, se encontró con una desagradable sorpresa: ¡Me iban a operar!
¡Operar! ¿De qué? ¡Pero si mi Súper verde, es decir, mi neonatólogo, había dicho que no se debía operar, que era mejor dejar al señor hamartoma como estaba! Es cierto que el señor hamartoma es muy grande, pero está muy unido al señor hipotálamo, así que es mejor y más conveniente no separarlos porque las consecuencias pueden ser horribles. Así que, ¿a qué viene ahora esto de operar?
Mis padres volvieron a reunirse con todos los doctores para hablar otra vez de lo mismo. Me llevaron a “la casa de la señora resonancia” a ver si ella podía dar alguna respuesta. Y así fue. La conclusión final, la misma: NO OPERAR.

El tiempo transcurría y a mi padre se le habían terminado los días de vacaciones, así que ya no podía ir a darme mi biberón de la mañana porque tenía que ir a trabajar; pero siempre que podía, aunque fuera a última hora de la noche y estuviera cansado, iba a verme para mecerme en sus cómodos brazos y hablarme contándome cosas de mi hermana, de mi casa, de mis primos, a los que todavía no conocía, de mis abuelos, de toda la gente que estaba preocupada por mí, que rezaban constantemente para que pudiera salir lo antes posible de allí y celebrar con ellos una fiesta que se llama Navidad. Desgraciadamente esas navidades no pude estar con todos ellos, pero sí tuve un regalo estupendo: mi hermana fue a verme.
Vi a Natalia detrás de un cristal, cogida en los brazos de papi, sonriendo. Yo no la veía muy bien y además había mucha gente a su lado, familiares de otros niños que también iban a visitarlos. Tenía ganas de que me pudiera acariciar, de que me hablara. Mamá me llevó a una salita para darme de comer y luego llevarme otra vez con Natalia, pero no sé si fue la emoción, las ganas de querer estar con mi hermana, que debí ponerme un poco nerviosa y me asaltó una de esas crisis. Inmediatamente mamá alertó a uno de los verdes y me llevaron a un lugar que llamaban UCI. Ese día no me dejaron ver más a mi hermana.

Mamá dejó de ir a su trabajo para poder estar todo el tiempo posible conmigo, ya que papá trabajaba mucho. Se encargó, entonces, de hablar siempre con los doctores, y para enfrentarse a ellos, se informaba antes de todo lo que podía acerca de los “inquilinos” que habitaban en mi cabeza, de esa enfermedad rara que dicen que tenía. Les preguntaba de todo, es más les pedía que le explicaran todas las fotografías que me hacían (ecografías, radiografías, electros) y empezó a entender también las cifras de los análisis. De esta manera, se fueron creando dos mamás: una mamá cariñosa, comprensiva, mimosa; y otra mamá coraje, guerrera, con una gran armadura que la protegiera de todos los sustos, golpes y desilusiones que podía recibir cuando los doctores le daban respuestas a sus preguntas.
Unas respuestas que, en alguna ocasión, venían adornadas con un tono humano, delicado, cariñoso, animoso; pero que, por desgracia, la mayor parte de las veces ese tono se teñía de crueldad, insensibilidad, sin sentimientos, inhumano.
Gracias a esa coraza mi madre ha podido soportar frases como: “Hay niños que nacen con estrella y otros estrellados. Su hija nació sin estrella, es una niña especial, tienen que disfrutarla ahora, porque puede estar con ustedes toda la vida o sólo un día”. Yo acababa de cumplir mi primer mes de vida.

El 19 de Enero del 2007 fue un día grande. Uno de los doctores, un Neurocirujano, se reúne con mis padres para comunicarles que han decidido dejarme ir a casa, pero que tenían que vigilarme muy bien, darme la medicina siempre a la misma hora, procurarme un ambiente tranquilo, y medirme la cabeza todos los días porque si la veían muy grande quería decir que el señor aracnoideo había crecido (hidrocefalia).
El 22 de Enero llegué a casa. ¡No me lo podía creer! No era blanca y verde, tenía colores por todos lados, era acogedora, tranquila y no tenía tubos brillantes en el techo. Mis padres tenían una sonrisa pegada en sus caras.
Nada más llegar, mamá me preparó un gran baño, uno estupendo, no con ducha, sino en una bañera enorme con agua calentita y con una jabón muy oloroso. Después me llenó mi cuerpo de una crema que lo hidrató. ¡Qué gusto! Mi piel parecía un papel de lija, estaba llena de un sarpullido y enrojecida por las ásperas sábanas de “la casa de los doctores”. Un masaje con cremas perfumadas, una toalla suave y esponjosa, unos pañales de mi talla para que no se escapara nada y ¡un pijama! Hasta ese momento yo no sabía qué era un pijama, siempre había estado sólo con los pañales y una especie de camisa que, como no tenía nada que la sujetara, me ponían unos esparadrapos por detrás para que no se abriera. Las ayudantes de los doctores, las enfermeras, me cambiaban con frecuencia los pañales y la camisa, pero ¡claro, no es lo mismo un pijama!
Ese primer día en casa fue alucinante, se remató con un gran biberón y una rica siesta en una enorme cuna con unas sábanas suaves, finas y olorosas.
Pero lo mejor de ese día fue cuando mi hermana Natalia llegó a casa del colegio y se acercó a mi cuna muy despacio para conocerme. Fue una verdadera impresión verla, cara a cara, tan rubia, con esos ojos azules tan expresivos. Dicen que nos parecemos en el físico, por eso mi madre siempre dice que somos como “Zipi y Zape”. No sé a que se refiere, pero ya me enteraré algún día.
Natalia es lo mejor que tengo, me cuida, me mima, es como otra mamá pero en pequeña. Ella sabe todo lo que me ocurre, cuando tengo esas crisis, cuando tengo sueño, cuando estoy incómoda, sabe interpretar mis grititos y mis gestos a la perfección. Realmente es una gran hermana.

Los meses fueron pasando y yo seguía creciendo y engordando; estaba feliz en casa con mi familia, todo iba bien, mi cabeza no había crecido más de lo normal y las crisis habían desaparecido. Mis padres seguían investigando sobre mi enfermedad; mamá buscaba en Internet todo lo que podía y estudiaba muchas fotografías donde aparecían otros señores como los que yo tenía de “inquilinos” en mi cabeza. Vio tantas fotografías que, ahora, reconoce a cualquiera de estos señores enseguida. Tanto es así, que un día, viendo con papá una de esas fotos, en concreto la ecografía de cuando yo tenía 24 semanas de gestación, se dieron cuenta que, con ese tiempo, ya se veía al señor aracnoideo. ¿Cómo es posible? ¡Pero si les avisaron cuando yo tenía 32 semanas! ¿Es que no lo vieron antes? O por el contrario ¿lo vieron y se mantuvieron en silencio?
Eso es algo que, creo, no lo sabremos nunca porque las situaciones y circunstancias de la vida nos van marcando nuestro camino. Hoy estoy aquí, en este mundo, eso es lo que importa. Estoy viva.
Aún así, mamá le pidió explicaciones al doctor que había hecho la ecografía. Su respuesta rasgó un poco la gran coraza de mi madre.
Su explicación se basó en que había veces que durante la formación del cerebro, se podían observar pequeños quistes que más tarde terminaban por absorberse y que, por lo tanto, no había necesidad de preocupar a los padres comentándoselo. Mi madre, sin embargo le explicó, muy diplomática, que su obligación era informar a los padres de todo lo que él observaba en las ecografías y explicar la situación. La última decisión la deben tomar los padres. Pero, aún así, mis padres se preguntaban cómo no se habían dado cuenta de que esos quistes, con el paso del tiempo, no se absorbieron, sino que seguían creciendo.
Como siempre muchas preguntas y pocas respuestas.

Mamá se enfadó mucho cuando llegó a casa por la respuesta del doctor. Me extrañé que se enfadara tanto, pero más tarde me enteré de que el día que se entrevistó con el doctor de la ecografía, había recibido varios golpes, había librado una dura batalla con el doctor. Por eso su coraza se había desgarrado un poco.
El doctor de la ecografía era el mismo que me tenía que hacer un análisis llamado genético para intentar descubrir qué había pasado en mi interior, y así determinar qué síndrome tenía, aunque creía que podría tratarse de un síndrome llamado Pallister Hall. El enfado de mamá se transformó en descomunal cuando el doctor le comentó que lo que yo tenía era poco frecuente y que el análisis había que mandarlo fuera de la isla para el estudio del síndrome. “Bueno, pues se manda fuera”, pensó mamá. Pero lo peor fue cuando le explicó que, al ser sólo un caso, los doctores jefes podían considerar que el mío no era “rentable”. ¿”Rentable”? La inversión que tenían que hacer para estudiar mi caso fuera de la isla era demasiada.
Mamá montó en cólera y a partir de ese día buscó ayuda en otras “casas de doctores”, concretamente extranjeros.
Cuando obtuvo varias respuestas, consideró que era mejor compartirlas con mis doctores. Se llevó una gran sorpresa cuando alguno mostró su malestar por haber pedido una segunda opinión, sin embargo otros agradecieron la iniciativa y colaboraron con nosotros y con los doctores extranjeros.
¿Por qué algunos doctores se molestaron tanto? Si todos ayudan, ofrecen su experiencia, se coordinan, ¿no creen que muchos niños, niñas, personas como yo, podríamos curarnos o tener una vida mejor?
Me considero un ser vivo, noto mi corazón, mis lágrimas caer, mi risa; no soy una mercancía, un objeto, no me pueden decir que no soy rentable, porque sí lo soy; si estudian mi caso en profundidad, puede ser que en un futuro se pueda evitar que esos cromosomas, que viven en nuestro cuerpo, se despisten y cada uno cumpla su función.

Quizás se pregunten qué es eso de los cromosomas. Pues bien, cuando mi madre tuvo una de esas reuniones con los doctores les pidió que le explicaran bien todo lo que yo tenía.
Parece ser que en la formación de nuestro cuerpo participan unos cuerpecitos en forma de bastoncillos, que llevan el material hereditario llamados cromosomas, los cuales tienen que cumplir cada uno su función y llevar “recados” de un lado a otro del cuerpo. Uno de los míos se despistó, se fue a otro lugar, y por ello todo empezó a funcionar mal dentro de mí.
En mi cabeza se instalaron varios señores como yo les llamo: el señor hamartoma, el señor aracnoideo y el señor cuerpo calloso, éste último realmente no se instaló.
El señor hamartoma está formado por células cerebrales que tenían que ir cada una a su lugar y desarrollarse hasta convertirse en neuronas, pero se quedaron apelotonadas todas en el mismo lugar porque no sabían a qué sitio dirigirse. Es decir, no recibieron la información a tiempo y se quedaron situadas cerca del señor hipotálamo formando una gran masa. Los dos están muy unidos, por eso es mejor no operar y dejarlos juntos. De todas maneras, aunque el señor hipotálamo le haya dejado un sitio al señor hamartoma esto ha provocado que no pueda funcionar como debe, es decir, en el hipotálamo hay una glándula llamada hipófisis que es la que controla y ordena todas las funciones hormonales, como por ejemplo la función sexual, pero al funcionar mal, en mi caso, provocó una pubertad precoz con 9 meses de vida. Mamá se dio cuenta porque, a pesar de estar un poco gordita, mis pechos estaban muy grandes y un poco duros. La doctora endocrina me hizo entonces unos análisis y, efectivamente, había empezado a desarrollarme antes de tiempo, más rápido de lo normal; con el tiempo mis pechos podían crecer más, en mi pubis podía aparecer vello igual que en mis axilas y corría el riesgo de tener la menstruación con sólo tres añitos si no se ponía remedio. ¡Qué horror!
Gracias a Dios, enseguida me recetaron unas inyecciones, que me ponen todos los meses, cada 28 días, y parece que ese desarrollo desproporcionado se ha frenado. Dejarán de ponérmelas cuando llegue a la pubertad como todas las niñas.

El señor aracnoideo es otro de mis “inquilinos”. Para no estar tan sólo se ha unido al señor hamartoma creando un conducto de unión. Este señor se encarga de distribuir un líquido que hay en mi cabeza, el líquido cefalorraquídeo, para que llegue a todas las “estancias” o lugares del cerebro. A estas estancias las denominan Ventrículos y, parece ser, que en el tercer ventrículo el líquido se ha quedado estancado por lo que está presionando al resto, y se ha formado un poco de alboroto.

El señor cuerpo calloso. ¡Ay! ¿Dónde se habrá quedado este señor?
El cuerpo calloso es una membrana que separa los dos hemisferios cerebrales para que no se peleen a la hora de organizar las conexiones nerviosas de nuestro cerebro. ¡El único señor que, realmente, me hubiese gustado que viviera en mi “casa”, y no se digna a aparecer! La verdad, es que, con tanto jaleo, y con todas las órdenes alteradas, el señor cuerpo calloso seguramente no se enteró de que tenía que formar su “casa” en mi cabeza, por eso dicen que tengo agenesia de cuerpo calloso, es decir, que no nació, no se desarrolló. Así que tengo los dos hemisferios juntos, pero, gracias a Dios, de momento se llevan bien. Creo que las conexiones nerviosas están buscando su camino, ellas solitas sin la ayuda de nadie.
La última vez que fui a visitar a la señora resonancia, con 18 meses, nos dio dos grandes noticias: una que los “inquilinos” estaban más pequeños, se estaban reduciendo; creo que empiezan a estar incómodos en sus “casas”; y la otra que el señor aracnoideo ya no estaba ejerciendo tanta presión en el tercer ventrículo, es decir, que el líquido fluía correctamente. Lo único malo era que el señor cuerpo calloso seguía desaparecido.
Recuerdo que cuando mi abuelo llamó a mi madre para darle la buena noticia, ésta dijo: “¡Qué ganas tengo de llorar! ¡Llorar de alegría!”.

¡Uf! ¿Todo lo que he contado ha sido por culpa de esos cromosomas que se despistaron? Pues sí. ¡Es increíble! ¿Verdad?
Todo forma parte de una gran cadena de acontecimientos: despiste de los cromosomas; hamartoma hipotalámico; agenesia de cuerpo calloso; quiste aracnoideo; pubertad precoz; epilepsia. Toda esta cadena de acontecimientos, por sus características, forma el famoso síndrome de Pallister Hall según cree el “famoso” genetista. En la actualidad, después de un año de espera, todavía seguimos creyendo que puedo tener ese síndrome, aunque no nos lo han confirmado. Según le han dicho a mi madre, de manera extraoficial, el análisis genético, aunque me extrajeron la sangre, no se ha mandado a ningún lugar para su estudio. Por lo visto sigo sin ser RENTABLE.

Mi vida transcurría feliz en casa con mi familia. Después de las buenas noticias, los ánimos se fueron calmando, tranquilizándonos y aceptando toda la situación con más serenidad. Mi madre y yo pasábamos toda la mañana juntas, porque ella había dejado su trabajo para estar conmigo, me acompañaba siempre a visitar a los doctores y, poco a poco, nos fuimos conociendo y compenetrándonos en todo.
De vez en cuando recibíamos algún susto en la “casa de los doctores”. Quiero decir, que, a veces, cambiaban de opinión, o bien alguno de los verdes no se informaba antes de mi caso y nos decía todo lo contrario de los que ya sabíamos. Pero mamá siempre llevaba consigo nuestras corazas y salíamos indemnes.
El último gran susto nos lo dio un verde, un neurocirujano, cuando yo tenía seis meses. Este doctor no vivía en la “casa de los doctores” cuando yo nací, así que no sabía nada de mí. Cuando me tocó una de esas visitas, de revisión como llamaban ellos, me atendió este doctor que se encontraba acompañado de tres doctores más, pero parece que eran estudiantes o algo así. Sus caras reflejaban seriedad, susto, preocupación.
Lo primero que le preguntó a mi madre fue si sabía lo que yo tenía, lo que realmente tenía. Entonces mi madre se puso su coraza y la mía, me acarició, me sonrió, me guiñó un ojo y me dijo: “Ya empezamos otra vez. Daniela prepárate”. Y le contestó al doctor: “Yo sí ¿Y usted?”
El neurocirujano y los estudiantes se quedaron en silencio unos segundos mirándose con los ojos muy abiertos. Al instante le explicó a mamá que él no había visto nunca un tumor o hamartoma de esas características, de ese tamaño, que si seguía creciendo podía producir una parada cardiorrespiratoria por la presión que ejercía el tumor; que dicho tumor estaba presionando la zona óptica y que, por lo tanto, yo no veía correctamente. Había que operar inmediatamente.
Esta vez mamá y yo fuimos las que permanecimos calladas unos segundos, pero para coger fuerzas. Mamá le explicó que todo lo que nos había dicho eran temores infundados, que llevábamos seis meses investigando, hablando con otros doctores, haciéndome numerosas pruebas, que mi Súper verde siempre consideró que lo peor que se podía hacer era operar, lo mejor era dejar todo como estaba, y los doctores extranjeros también tenían la misma opinión: el señor hamartoma no se quita, siempre que las crisis estén controladas con medicación y no supongan un peligro para mí.
En cuanto a mi vista, era cierto que tenía presión en la zona óptica, pero tras hacerme unas pruebas, visuales y auditivas, se comprobó que el nervio óptico estaba libre, por lo que mi visión y mi audición estaban correctamente.
¿Es que no había leído mi historia clínica? El sobre estaba encima de la mesa, pero cerrado. Sólo había visto la última foto que me había hecho en la “casa” de la señora resonancia y con ello valoró mi caso.
Después de toda la explicación de mamá, el neurocirujano prefirió reunirse con todos los doctores de la “casa”: neurólogos, radiólogos, oncólogos, neurocirujanos; para llegar a una conclusión.
Tres días esperamos hasta poder oír, ¡otra vez!, que no había que operar. Tres días de espera angustiosa, de incertidumbre, de volver a empezar. Todo porque un verde no se leyó antes mi historia, se asustó y nos asustó a todos.
Cuando llegamos a casa ese día, mamá se dio cuenta de que nuestras corazas tenían unas cuantas fisuras, pero fácilmente subsanables con la “besoterapia”. Es una terapia ideada por mi padre que consiste en dar millones y millones de besos por todo tu cuerpo, besos grandes, pequeños, fuertes, flojos, largos, cortos… Les aconsejo que la prueben, es fácil de realizar y además un efecto secundario, muy agradable, es que sientes un gran placer y a continuación surge en la comisura de tu boca una pequeña sonrisa, que, dependiendo de la duración de la terapia, se hará más grande. ¡Es genial!
Bueno, como ya habrán intuido, la conclusión de los doctores es la que ya saben ustedes: NO OPERAR; y, además, que lo mejor para mí era la estimulación precoz. Es decir, enseñar a mi cerebro y a mi cuerpo los movimientos que, de forma natural, tenían que hacer, pero que por la hipotonía no podían, mis músculos no tenían la fuerza suficiente para ayudarme a realizar actividades como gatear, voltearme de un lado a otro, aunque mi cerebro mandase la orden. Mi Súper verde ya nos había aconsejado recibir clases de estimulación precoz, así que desde que me dieron el alta de “la casa de los doctores”, mamá me llevó a otra “casa” donde la mayor parte de los doctores estaban siempre en unas colchonetas con bebés haciéndole movimientos de un lado a otro en sus cuellos; a otros los tenían en unas barras para que aprendieran a caminar. El ambiente me gustó, era muy familiar, las salas tenían muchos juguetes y los doctores, aunque parecía que estaban haciendo daño, al contrario tenían mucho cuidado con los bebés. Se llamaba “la casa de la rehabilitación”
El primer día nos recibió una doctora que conocía a mamá desde hacía mucho tiempo. Ella nos presentó a quienes me iban a enseñar a moverme, a gatear, a caminar, a manejar mis manos adecuadamente. Mi doctora siempre se está riendo, me ve por los pasillos, me acaricia y siempre está preocupada por mi evolución.
Recibo clases de fisioterapia y terapia ocupacional todos los días. Mi fisioterapeuta es un señor muy amable y cariñoso que me conoce desde que yo tenía casi tres meses. Tiene una barba blanca, que le da un aspecto mucho más bondadoso y una voz suave, tranquila, de tono bajo. Él sabe lo que necesito en cada momento, si puedo hacer algunos ejercicios o, si por el contrario, me siento demasiado cansada me cambia a otros más suaves. Me ha enseñado a voltearme, a sentarme con mi tronco recto, a controlar los movimientos de mi cabeza, para que no se fuera sola hacia atrás; y ahora me está enseñando a mantenerme de pie para dar tono a mis músculos, que se pongan fuertes y así poder caminar. Es un trabajo lento, los resultados se obtienen a largo plazo, pero yo me siento estupenda, siento que he ido mejorando, que he conseguido muchas cosas, cada vez aguanto más los ejercicios. ¡Me encanta!
Mi terapeuta ocupacional es una mujer muy simpática, cariñosa, con una fuerza de voluntad y de esfuerzo increíbles; como todos los de la "casa" ayuda a muchos niños/niñas como yo y, a veces, está un poco cansada, pero enseguida dibuja una gran sonrisa en su cara y ... ¡a trabajar!. Ella me enseña a utilizar mis manos, para poder abrirlas bien, sobre todo la mano derecha que es la que más lenta está. Ya he conseguido abrirla completamente y me han quitado la férula que tenía en el dedo pulgar; también me enseña a tener coordinación en mis movimientos, a ponerme de pie, a saber masticar, a comprender las órdenes que me dan. Con ella también he conseguido mucho: como de todo, cojo las cosas con las dos manos, entiendo muchas de las cosas cuando me hablan; sólo me queda aprender a hablar, aunque ya emito algunos sonidos y sílabas, pero eso vendrá más adelante.
Mamá se lleva muy bien con todos, vamos allí contentas, ella se desahoga, comparte sus temores, no sólo con mi terapeuta o mi fisioterapeuta, sino también con otras madres que están pasando lo mismo que nosotras; además las otras terapeutas que están en la sala, también aportan su granito de arena cuando tenemos algún problema con algún verde, o cuando nos ven un poco tristes, nos animan para pasar el día un poco mejor. Es mi “otra familia”.
Hace poco tiempo empecé a ir a la “casa” de otra terapeuta, por las tardes. Ella es de Suiza, tiene un acento muy dulce y se ríe mucho conmigo. Me ayuda a desarrollar todo lo que se refiere al equilibrio, los sentidos; se coordina con mis otros profesores y me hace ejercicios para fortalecer mis músculos.
Ahora me han hecho unos “pantalones” de escayola, sólo la parte trasera, para poder mantenerme de pie más cómoda, porque antes tenía un aparato, un bipedestador, que era muy incómodo; también me han hecho una especie de sillón, sólo la base, para así no perder el equilibrio y caerme cuando estoy sentada y para fortalecer mi cadera, pues tengo una leve desviación en la cadera izquierda (displasia).
En casa también tengo todos esos aparatos, porque no sólo trabajo en las “casas” de los demás también en la mía.
Por último, la gran noticia es que dentro de poco voy a recibir una nueva clase, llamada “Atención temprana”, en una “casa” que se llama Centro Base. Y digo que es una gran noticia, porque llevamos un año esperando para recibirla y, la verdad, ahora que tengo 22 meses, más que “atención temprana” debería llamarse “atención tardía”. Pero, bueno, ya sabemos como funcionan a veces las cosas, hay que tener paciencia y nunca tirar la toalla; incluso es bueno ser un poco insistentes, hasta, si me apuran, pesados a la hora de insistir.
En esa “casa” me valoraron mi discapacidad o minusvalía dos doctoras. La primera vez que me vieron, no dieron muy buenas noticias, dijeron que estaba demasiado hipotónica, y que había que trabajar mucho conmigo. Me valoraron con un 75% de minusvalía física y psíquica.
Cuatro meses después, todavía no había empezado las clases, así que me llamaron para valorarme otra vez. En esta cita sí les pude demostrar todo lo que era capaz de hacer. Las doctoras se quedaron muy contentas, es más, la programación de trabajo que tenían preparada la tuvieron que cambiar, pues mis avances eran muy buenos. Así que, en poquito tiempo empezaré mis nuevas clases de “atención temprana”. Supongo que mamá y yo nos tendremos que organizar para poder asistir a tantas clases, sobre todo, porque cada “casa” está en un lugar diferente, pero mamá es una súper organizadora y papá nos ayuda llevándonos en su coche alguna vez.

Estoy muy contenta con MI EVOLUCIÓN, sobre todo, cuando pienso en todo lo que les dijeron a mis padres sin yo haber nacido. Realmente asustaron muchísimo a toda la familia. Comprendo que, a veces, es mejor informar a los padres de todo, pero hay muchas maneras de informar.
Hace poco mamá vio en una serie de televisión, cuya trama se desarrolla en un hospital, que todos los verdes recibían un curso de formación para saber transmitir, con buenas formas, humildad, humanidad, sensibilidad, las noticias desagradables que tenían que dar a los pacientes y a sus familiares. Como a veces la realidad supera a la ficción, todavía tenemos la esperanza de que algún día los verdes aprendan algo de eso, que sean humanos, cariñosos, sensibles en el trato; que sepan hablar con tranquilidad, sin atormentar, sin asustar. En fin, que en vez de verdes se conviertan en rosas.
Gracias a Dios, en la actualidad estoy rodeada de verdes-rosas, que son buenos conmigo, ya me conocen lo suficiente para saber lo que necesito. Mamá entra en la “casa de los doctores” con más tranquilidad, casi como si fuera de un familiar, aunque no ha dejado de ponernos nuestras corazas, por si acaso. Y hace bien, porque de vez en cuando aparece algún verde que piensa que es un superhéroe, que su criterio es el único válido, su diagnóstico es el único correcto. Sólo le interesa tratar la parte de mí en la que está especializado, sin importarle el resto de mis problemas y, esto a veces es muy perjudicial en personas que tenemos tantas cosas, tantos “inquilinos”, ya que lo que puede ser bueno para una parte de mi cuerpo puede ser desastroso para otras; cualquier medicina, aparato, pruebas, etc, que me manden tienen que ser valoradas en el conjunto de mis “inquilinos”, sopesando todo para que una cosa no afecte a otra. Hay que saber aceptar otras opiniones, otros criterios, abrirse a las nuevas enseñanzas, reciclarse, no quedarse estancados en lo que se aprendió hace muchos años.
Espero que todas las personas que tengan que visitar “la casa de los doctores”, sea por poco tiempo y que se encuentren siempre a los verdes-rosas.
Espero y deseo poder caminar algún día y cuando cumpla tres años entrar por mi propio pie en una clase llena de niños que van allí para aprender como yo; espero seguir teniendo esta maravillosa familia que me ha ayudado tanto, desde mis padres, hermana, abuelos, tíos, primos; amigos de mis padres que siempre han estado ahí para ayudarles y para animarles; gente que no conozco pero sé que rezan por mí. Pero sobre todo espero que mi historia ayude a todo aquel que se sienta desanimado, triste, derrumbado, que no encuentre sentido a su vida por el nacimiento de un ser que no ha llegado como ellos esperaban.
Con 32 semanas de gestación yo podía nacer como un “vegetal”. Hoy, con 22 meses, duermo, como, oigo, río, lloro, emito sonidos, estoy totalmente conectada con este mundo, reconozco a toda mi familia, digo “adiós” con mi mano, doy besos y me pongo de pie. Lo demás ya vendrá, todavía tengo que trabajar mucho.
Soy Daniela y… ¡ESTOY VIVA!