martes, 9 de junio de 2009

Capitulo 3

¡¡¡¡Riiinnnggg!!!! ¡¡¡¡ Riiinnnggg!!!
El teléfono pequeño de mamá sonó. Ella contestó y enseguida apareció en su cara esa sonrisa que me demostraba que hablaba con alguien conocido y querido.
Durante la conversación adiviné que se trataba de mi neuróloga y que hablaban de los verdes de Madrid. Creo que ya había alguna noticia.
Yo miraba fijamente la cara de mamá y observé cómo hablaba y cómo, a medida que transcurría la conversación, una pequeña sombra se iba apoderando de ella; poco a poco sus ojos se oscurecieron, sus párpados cayeron como si se tratara de un abismo, sus pómulos se tensaron y su sonrisa empezó a empequeñecer, quedándose cada vez más diminuta hasta desaparecer por completo. En ese instante su rostro quedó invadido por la gran sombra de la tristeza.

¿Qué había ocurrido? ¿Qué le había dicho mi neuróloga para que mi madre cambiara su ánimo de esa manera?
Cuando colgó el teléfono se quedó mirándome, me cogió y me abrazó. Después me explicó todo, mi madre siempre me explica todo aunque sea muy pequeña.
Los verdes de Madrid elaboraron un informe que mandaron a mi neuróloga, en ese informe decían que ¡¡no podían operar!!
Según ellos, el señor hamartoma es muy grande, tiene mucho volumen (12cc), es gigante, y la radio cirugía podría hacerme más daño que beneficio. Al tener que “quemar” una zona tan grande podría dañar zonas más próximas al señor hamartoma, por eso consideran que si se realiza la radio cirugía debería ser por partes, es decir, ir “quemando” poco a poco al señor hamartoma. Lo peor es que no aseguran la mejoría de las crisis, no dan garantías de que con la operación se obtengan buenos resultados.

Mamá apoyó su cabeza en mi regazo y lloró. De forma instintiva mis manos empezaron a acariciar su pelo y su cara, igual que ella me hace a mí; mi mano derecha también se unió.

Dar la noticia a familiares y amigos fue duro para mis padres. Todos habían puesto muchas esperanzas e ilusiones en ese ansiado viaje a Madrid. Aunque las “puertas” no estaban cerradas, había que pensar si se arriesgaba a hacer la operación por partes o si seguíamos como estábamos. La desilusión se apoderó de mis padres durante unas semanas.

Transcurrido un tiempo de reflexión, de asimilar esta nueva situación, mamá se puso otra vez manos a la obra.
Recordó que el papá de mi amigo madrileño le había mandado la dirección de una asociación americana, cuyos miembros tenían en sus cabezas instalados a señores como los míos. Bueno, realmente era una dirección de esas que se buscan en ese lugar tan utilizado por mamá que es Internet.
Mamá cuenta que estuvo buscando cualquier pista que le aportara un poco de esperanza, abrió una página, abrió otra y otra y otra…

El nombre de una clínica americana aparecía en casi todas las páginas que mamá leía. Estaba en Arizona, ¡mi madre!, si no sé dónde está Madrid, ¿dónde está Arizona?
Allí había un centro de investigación especializado con un programa dedicado al señor hamartoma. Parece ser que muchas niños como yo han sido operados en ese centro para quitarles al señor hamartoma, porque el muy caradura no quería irse de sus cabezas y además también tenían las crisis “graciosas”, que siempre le acompañan.
Mamá siempre dice que hay que “coger el toro por los cuernos” (no sé que quiere decir) y allí en donde veía una dirección de correo de un médico de esa Clínica, allí escribía un pequeño informe contando lo más importante de mis “inquilinos” y de mis crisis; ella cree que lo mejor para mí es que este señor, se marche de mi cabeza de una vez para siempre.

El otro “inquilino”, el señor aracnoideo, es más tranquilo, apenas molesta, y no causa problemas, al fin y al cabo parece que no es tan mal “inquilino”; pero el señor hamartoma… ¡Qué pesado! Arma unos escándalos de vez en cuando…, y además va e invita a las crisis “graciosas”, por lo que yo me paso días y días sin dormir y con un gasto de energía que apenas puedo rendir en mis sesiones de rehabilitación.
Ya no sé qué hacer y mi pobre neuróloga tampoco. Le dice a mamá que me suba la medicación para ver si así se asustan y me dejan en paz, pero nada, de nada. Bueno, algunas se van temerosas, pero a las otras les cuesta coger la puerta de salida. Lo peor es que entre más me suben la medicación más flojita estoy, es decir, mi cuerpo se tiene que acostumbrar otra vez a la nueva dosis, y eso le lleva su tiempo, por lo que me paso semanas sin ser yo misma: cansada, triste, sin rendir mucho en mis sesiones, me cuesta masticar porque hasta mi boca está cansada.
Vaya, que es un rollo cada vez que a este señor le da por montar una de sus “fiestecitas”.

El mismo día que mamá escribió a los verdes americanos, recibió una respuesta. Se quedó tan alucinada que no se lo creía. ¡Cómo habían sido tan rápidos!
En un breve correo le decían que me podían ayudar y que sólo necesitaban que les enviara todas las pruebas que teníamos: la opinión de la señora resonancia, los informes de los verdes de aquí, etc.
Papá, que es otro que enseguida se pone manos a la obra, sobre todo si se trata de hacer cosas en ese aparato al que llaman ordenador (debe ser que “ordena” muy bien), empezó a recopilar toda la información y la puso en un disco muy pequeño y muy finito, incluyó también fotos mías e incluso algún video que me hizo cuando las crisis “graciosas” aparecieron de forma escandalosa, para que tuvieran una idea de cómo me afectaban.
Toda la información se mandó entonces a ese lugar llamado Arizona, para que la estudiaran y así nos dijeran qué debíamos hacer con el señor hamartoma. A partir de ese momento tocaba esperar otra vez.

Los días pasaban en el mes de abril un poco lentos, nos habían dicho que en el mes de mayo habría una reunión de todos los verdes americanos para hablar de mis “inquilinos”.
La familia y los amigos preguntaban a mis papis con cierta preocupación o más bien desesperación. En casa también se notaba un poco esa sensación de espera, incertidumbre, y desesperación.
Menos mal que todos se fueron relajando y empezamos otra vez la rutina de todos los días, excepto durante unas dos semanas a mediados de abril.

De repente mi madre, mi padre, todos, empezaron a hablar de una gran fiesta en casa. Al principio oía que iba a venir toda la familia, paterna y materna (abuelos, tíos, primos, amigos), pero… ¡cómo lo iba a hacer mamá, si nuestra casa no es tan grande!
Parece que mamá oyó mis pensamientos y entonces la gran fiesta se dividió en tres pequeñas fiestas.

¿Qué fiesta era esa? ¿Por qué había tanta animación?
A medida que iban pasando los días me fui enterando, oía a Natalia decirle a mamá que se iba a convertir en una “cuarentona”; a papá que ya era hora de que le hiciera compañía y que a pesar de entrar en “los 40” se conservaba muy bien.
Un día, menos mal, Natalia me dijo que mamá iba a celebrar su cumpleaños, como lo hicimos nosotras, pero no en una granja sino en casa; que iba a cumplir ya 40 años. Yo pensé: “¡Pero esos son muchos años! ¡Si yo sólo tengo dos!”

Llegó el día del cumpleaños de mamá. Ella estaba contenta, radiante, feliz, ilusionada. Había estado preparando todo en casa: la mesa del salón con un mantel bonito, unas copas y vasos que nunca había visto preciosos, así como los platos. Todo era nuevo para mí.
Preparó también la comida, cosas que ponía en unas bandejas muy bonitas, todo adornado, con una pinta estupenda.
Me llevó a la cocina con ella para que pudiera ver cómo hacía todo y a mí me encantó, aunque a veces tenía que parar de cocinar porque el lado derecho de mi cuerpo perdía fuerzas y me hacía resbalarme de la silla; mamá tenía entonces que sentarme otra vez bien y luego seguía con su trabajo. Fue muy divertido porque me dejó jugar con cosas que antes no había visto ni tocado y también me dejó probar alguna de las cosillas que preparó para comer. ¡Mmmmm, qué bueno!

El cumpleaños fue un sábado y como había que invitar a toda la familia, la fiesta se organizó durante todo el fin de semana: el viernes vinieron a casa, por la noche, toda la familia de mi papá (abuelos, tíos y primos); el sábado salieron a cenar con sus amigos; y el domingo vinieron a casa a comer la familia de mi mamá.
¡Vaya fin de semana!
Mamá no paró de hacer comidas y arreglar la casa, además de recoger, menos mal que papá también sabe hacer cosas y le ayuda muchísimo.
A mamá se le borró, durante esos días, esa expresión de preocupación y de tristeza que tenía semanas antes. A pesar del trabajo y de no parar, creo que disfrutó mucho en compañía de toda la familia y de sus amigos.
Yo también disfruté al verla tan contenta, soplando sus velas, como yo, recibiendo regalos. ¡Madre mía si le llenaron el ropero con tanta ropa, complementos, zapatos, etc!

El mes de abril llegó a su fin y mayo tocó a la puerta con una buena noticia para mí: un nuevo fisioterapeuta me iba a ayudar en mi rehabilitación, pero esta vez las sesiones iban a ser en casa.

Mi nuevo fisioterapeuta es un chico fuerte, muy tranquilo y con voz suave. Aunque yo no me acordaba de él, parece ser que cuando tenía unos nueve meses nos conocimos a través de mi tía porque los dos trabajaban juntos en un centro donde iban niños con algunos problemillas.
Mi tía enseña a hablar a los niños y cuando estoy con ella siempre me enseña cosas nuevas, es muy divertida. Un día me llevó a su trabajo para que todos pudieran conocerme, pues sentían mucha curiosidad por mi evolución, ya que ella no paraba de hablar de mí. Allí conocí al que hoy es mi nuevo “profe”.

Bueno, pues mi nuevo profe me está enseñando una cantidad de cosas alucinantes. En primer lugar me está enseñando a desplazarme, a moverme sin ayuda de nadie; él dice que necesito más movimiento en mi vida, para que pueda explorar cosas nuevas, después ya vendrá el caminar. También me enseña a no tener miedo a coger las cosas que están un poco lejos, que si pierdo el equilibrio, pues no pasa nada; de eso trata, que pueda controlar y mantener el equilibrio cuando estoy sentada o de rodillas.
Me gusta la manera que tiene de enseñarme, pues cuando se me presenta algún problema, él me deja tiempo para que yo lo solucione, y siempre me dice:"¿Cómo podremos solucionar eso, Daniela?” “¿Crees que serás capaz de hacerlo?”
Si al final no puedo me echa una manita colocándome en la posición correcta, o sólo moviéndome un poco la mano o el pie para poder recobrar el equilibrio.
Cada día que pasa noto que mi cabeza trabaja más para poder solucionar por mi misma los problemas, ya no me da tanto miedo cambiar de posición y me anticipo en muchas cosas, algo que antes era impensable.
Viene a casa dos días a la semana y lo mejor de todo es que también conoce a mis otros profes con los que se coordina para que no me repitan los mismos ejercicios.
Creo que de esta manera iré avanzando cada día más, además noto que por las tardes estoy más animada, más despierta y trabajo mucho mejor.

El equipo de mis rehabilitadores había aumentado con la nueva incorporación, mi vida se había convertido en un ir y venir de un centro a otro. Recibía sesiones por las mañanas y por las tardes. ¡¡¡Uuufff!!! ¡Qué cansada!
Mi madre, que no se pierde ningún detalle, empezó a notar que me cansaba demasiado por las mañanas, que me costaba Dios y ayuda levantarme e ir a “la casa de la rehabilitación”. Cuando terminaba las sesiones me quedaba dormida, o, aún peor, durante las sesiones mi cuerpo no respondía, no participaba como antes, me costaba muchísimo mantener la concentración. A todo eso hay que añadirle que durante una época me puse enferma con una laringitis. No tendría más importancia si no fuera porque al tener que usar otros medicamentos para curarla, mis defensas sufrieron un gran bajón y esto fue aprovechado por las crisis “graciosas” que vieron una rendijilla por la que colarse.
Debía de ser grande la rendijilla porque aparecieron un gran número de crisis y con una insistencia… ¡Otra vez noches sin dormir y días sin rehabilitación!
La historia se volvía a repetir: crisis por las mañanas, crisis por las noches, crisis, crisis, ¡¡¡¡crisis!!! ; mamá vuelve a llamar a mi neuróloga, ésta vuelve a subirme la medicación; la medicación me deja cada vez más dormida e hipotónica, sin fuerzas; no rindo en mis sesiones…

¡¡¡¡ Quiero que se vaya el señor hamartoma de mi cabeza de una vez por todas!!!! ¡¡¡¡Quiero que me deje vivir en paz!!!!!

Después de casi dos meses de aguantar las “fiestecitas” del señor hamartoma, parece que la medicación empezó a asustarlas, y de 30 ó 40 crisis que aparecían durante todo el día, se quedaron entre 10 ó 15.
Mi cuerpo empezó a tener un poco más de fuerzas y yo me sentía un poco más animada.
Durante esa época mi madre empezó a plantearle a mis profes de “la casa de la rehabilitación” la posibilidad de dejar de ir allí.
Consideraba que era demasiado esfuerzo para mí, y que no estaba viendo mucho avance en cuanto a mi desarrollo, no me veía motivada, parecía como si estuviera aburrida. A lo tonto a lo tonto ya llevaba casi dos años y medio asistiendo a las sesiones.
Mis profes y mi doctora de rehabilitación le dijeron a mamá que ella era la que mejor me conocía y que si veía que no estaba aprovechando las sesiones, porque necesitaba descansar más, que lo mejor era dejar de asistir y recibir las sesiones por las tardes ya que estaba más animada.

Dicho y hecho. Cuando mayo nos dijo adiós, también nosotras nos despedimos de todos los profes que me habían tratado en “la casa de la rehabilitación”: mi fisioterapeuta, el de la voz suave, al que le debo que mi tronco esté recto, controlado, que mis piernas se mantengan firmes cuando me ponen de pie; mi terapeuta ocupacional, la de la gran sonrisa, que me enseñó a manejar mi mano derecha, que me enseñó a hacer torres, puzzles, encajar piezas en otras, a sentarme bien en la silla, que inventaba una cantidad de cosas para que yo pudiera estar lo más cómoda posible en mi silla, en mi trona, en mi correpasillos, que si una cuña por aquí que si una tabla por allá que si unos tirantes para que mi cuerpo no se balanceara, es ¡una verdadera ingeniera de rehabilitación!; mi médico-rehabilitadora, que siempre ha estado pendiente de mí, controlando mi evolución con cariño, buen humor y gran profesionalidad.

Sin embargo, antes de irme, quisieron hacer un último intento para ver si podían adelantarme el proceso de caminar.
Me concertaron una cita con un representante de andadores, pero no un andador cualquiera, sino uno especial para niños con problemas como los míos.
El día de la cita tanto mamá como yo estábamos un poquito enfermas, pero a pesar de eso acudimos con la esperanza de que funcionara.
Cuando llegamos estaban allí todos mis profes, así que me sentí más aliviada, tenía cerca de mí a expertos en el tema y ellos me dirían si realmente valía la pena o no.
Primero se lo probaron a una niña que no paró de llorar durante todo el tiempo, así que me asusté un poco al pensar que aquello, que parecía una bicicleta gigante, pero en vertical, todo lleno de cinchas que se ajustaban en las piernas y en las caderas y que se unían a unos cables que a su vez iban a juntarse a unas ruedas, debía doler un poco. Sin embargo cuando llegó mi turno, el ver a todos mis profes a mi lado y a mis papis me tranquilizó; después comprobé que no dolía nada de nada.
El señor que me puso el andador hablaba casi igual que mi profe de Suiza, pero con una voz más ronca, me decía que me estaba portando muy bien y que no me preocupara.
Al ponerme de pie en ese aparato, me sentí como si muchos enanitos me estuvieran sujetando por todas las partes de mi cuerpo. Al instante todos los presentes comenzaron a decirme que moviera mis pies para que así se moviera el andador y yo tuviera la sensación de caminar. ¡¿Pero cómo iba a mover mis pies si mi cerebro jamás había mandado esa orden?!
Aún así el señor insistía y todos se quedaron mirándome esperando algo, no sé, como un milagro.
Al final, gracias a Dios mis profes se dieron cuenta de la situación y mi terapeuta dijo que no valía la pena seguir con el aparato puesto.
Primero había que enseñarme a moverme de otra manera, que mis caderas tuvieran la suficiente estabilidad y fuerza para poder mantener mi cuerpo, enseñarme a desplazarme, aunque fuera reptar, gatear; después ya vendría el caminar.
Estaba claro que no era el momento de ponerme el andador.

Todos nos han ayudado muchísimo, también a mi mamá que se ha sentido querida y apoyada en este largo proceso de aprendizaje.
Durante dos años y medio hemos tenido que aprender muchas cosas, mentalizarnos que nuestras vidas iban a ir a un ritmo más lento que las de los demás; aprender nombres que mi madre no había oído antes, como Atención Temprana, Ley de Dependencia, discapacidad; acostumbrarnos a obtener o inventar todo tipo de recursos para sentirme más cómoda en mis sesiones.
Mi madre siempre dice que “cada niño es un mundo”, ninguno es igual al otro aunque sean hermanos, y en mi caso al nacer con estos “inquilinos”, el aprendizaje o la experiencia de madre adquirida con mi hermana Natalia le sirvió a medias; conmigo ha tenido que aprender y asimilar, que es lo más difícil, a ser madre de una niña con discapacidad.
Creo, sinceramente, que mis papis y mi hermana han asimilado perfectamente su nueva vida.
En casa, con los amigos, con la familia, en cualquier lugar, con cualquier persona, siempre han hablado, con total naturalidad, de mis “señores”, de mi evolución.
Todo esto lo han aprendido gracias a la ayuda que encontraron a lo largo de estos años en “la casa de la rehabilitación”, ayuda no sólo por parte de mis profes, sino también por parte de muchas mamás que estaban pasando por la misma situación, mamás que se encontraban tristes un día, alegres otros, que pasaban por “la casa de los doctores” sin llevar coraza y caían en un gran abismo; en ellas mi madre encontró consuelo, cariño, desahogo, un gran apoyo.
A todos y todas les doy desde aquí ¡MILLONES DE GRACIAS! Seguiremos en contacto.

Otro mes comenzaba su andadura, junio, y todavía no sabíamos nada de los verdes americanos. Sólo sabíamos que toda la información que mis padres enviaron había llegado perfectamente y que mi caso se había tratado y estudiado en la sesión del mes de mayo.
¿Por qué no teníamos noticias de ellos? Fueron muy rápidos al principio. Claro que también ahora tenían que estudiar el caso a fondo y decidir una cosa muy importante para mí.

Los días en junio animaban a cualquiera: el cielo azul, el sol en toda su potencia, el mar tranquilo, apenas se movía; todo el conjunto invitaba a ir a la playa y relajarse.
Entonces, un buen día, mi abuela materna nos dijo que podíamos utilizar su apartamento en el sur de la isla.
“¡Biiieeennn!” fue lo que dijimos todos en casa.
El apartamento de mi abuela está muy cerca de la playa, tan sólo hay que bajar unas escaleras y ya está. Además es una playita pequeña, apenas va gente, sólo los que vivimos allí por lo que es muy familiar. Mi hermana ha encontrado una pandilla de niños/as (nuestros vecinos) que es muy divertida, con los que juega.
El año pasado cuando fuimos no me lo pasé muy bien porque me puse mala con mucha fiebre, me atacaron los mosquitos y se me puso la cara como un balón de fútbol. Además me daba un miedo tremendo que me acercaran al mar, las olas me daban pánico.
Pero este año, este año, ¡está siendo genial!
Para empezar me encuentro mucho más animada para bajar a la playa aunque no pueda caminar. Papá, que ya he dicho que es muy fuerte, me coge entre sus brazos y me lleva con él al agua.
El primer día no me lo podía creer, ¡qué divertido!, me llevó hacia dentro pasando olas y olas, yo las veía enormes, pero estaba tranquila porque papá me tenía bien cogida. Cuando salimos del agua, hizo un gran hoyo en la playa en forma de sillón para jugar con mis cubos y palas.
De vez en cuando alguno de los niños o niñas de la pandilla, que tienen los mismos años que yo, se acercaba para jugar conmigo y eso me llenaba de felicidad. Podía jugar con otros niños como si tal cosa, me sentía totalmente integrada en el juego, era muy distinto a cuando voy al parque.

A los pocos días de estar allí, ya bajaba a la playa con papá y Natalia desde muy temprano, nos poníamos nuestras cremas y ¡a jugar! Lo más divertido y alucinante fue cuando, bañándome con papá, éste me dijo: “Prepárate Daniela que nos vamos a sumergir”. Yo no entendí a qué se refería. Cuando salí de debajo del agua comprendí qué era “sumergirse”.
A lo mejor piensan que mi papá está un poco loquillo, pero ¡qué va!, a mí me encantó, me dio un ataque de risa…, risa, risa verdadera, de la mía; a partir de ese momento cada vez que me baño con papi me voy al fondo del mar.

Ahora cada vez que podemos, nos vamos los fines de semana al apartamento de la abuela. Mamá prepara todo en un momentillo: ropa, comida, medicinas, etc; y ¡todos para el sur!
Este año he descubierto la playa como un lugar muy divertido y una buena terapia de rehabilitación.

En la primera semana de junio me tocaba visitar a todos mis verdes-rosas en “la casa de los doctores” para comprobar mi evolución.
Mamá y yo ya habíamos ido a que me hicieran el análisis correspondiente y ya teníamos los resultados. Mamá me dijo que tenía los valores del tiroides otra vez un poco altos, es decir, que continuaba con un leve hipotiroidismo, por lo demás estaba todo más o menos bien. Como siempre mamá estudiaba bien la analítica antes de ir a ver a mis médicos, por si les tenía que preguntar algo. Ya sabía que me tenían que subir la medicación para el tiroides.

¡¡¡Riiinnnggg!!! ¡¡¡Riiinnnggg!!! Mamá contestó. La misma cara de hace unos meses apareció de nuevo, hablaba con mi neuróloga.
Me asusté un poco al recordar la última vez que sonó el teléfono, por ello esperé a que apareciera la gran sombra de la tristeza, pero su sonrisa seguía intacta, sus pómulos relajados, y su voz era pausada y de tono alegre.
La oí decir: “¡Qué bien! De todas maneras hoy nos toca revisión, así que dentro de unos minutos nos vemos y me cuenta las noticias de Arizona”.

¡Arizona! ¡Mi neuróloga tenía noticias de Arizona! ¡Ya habían contestado!
¡Ay, por Dios! ¡Qué nervios me cogí!
Mamá se dio cuenta cuando colgó el teléfono y me tranquilizó diciéndome que mi neuróloga había recibido una carta de la Clínica de Arizona y que nos lo explicaría todo cuando fuéramos a verla.
Efectivamente, era una carta de los médicos de allí, pero la verdad, según mi neuróloga demasiado escueta, necesitaba más información.
Pero ¿qué decía la carta?
Según los americanos el señor hamartoma tenía que desaparecer de mi cabeza. Buena decisión, ¡sí señor!
Lo malo es que hay que abrir mi cabeza para poder sacarlo y eso puede resultar muy peligroso.
Sin embargo, otra noticia buena es que si el señor hamartoma desaparece, las crisis “graciosas” también se irían con él, e incluso los problemas hormonales que tengo, como la pubertad precoz, desaparecerían también.
Cuando me enteré de todo pensé: “¡Eso es genial! ¿Cuándo nos vamos?”

Yo todo lo veo muy fácil, pero como ya dije una vez el mundo de los grandes es muy complicado, cada vez me cuesta más entenderlo.
Tras mis primeras horas de euforia, pensando que por fin me iba a poder deshacer de este dichoso “inquilino”, empecé a tranquilizarme y a mentalizarme, pues comprendí que no iba a ser tan rápido como yo creía.

Por supuesto que mamá estaba contenta, igual que mi neuróloga, pero al llegar a casa me explicó que había que esperar a recibir más información. No sabíamos nada de cómo era la operación, el postoperatorio, los beneficios, los riesgos, las garantías de mejoría.
Mamá me dijo: “Daniela hay que tener paciencia. Hay que pensar e informarnos bien de todo. El ir a Arizona cuesta mucho, mucho dinero, todo en esta vida se tiene que pagar, no nos regalan nada. “La casa de los doctores” no se hará cargo de nada, así que tenemos que pagarlo todo nosotros. Si vamos a ir tenemos que asegurarnos de todo y pensar cómo podremos pagar toda esta aventura. Pero, no te preocupes, que seguiremos adelante con fuerza.”

¿Qué es el dinero? ¿Por qué es tan importante? ¿Es que no se puede ir a Arizona sin él? ¿No me podrán operar sin él?
En mis dos años y medio de vida creo que me he hecho más preguntas de las que me podrían contestar.
Sigo sin comprender el mundo de los grandes, sin embargo estoy feliz con mi vida, con mi familia, con mi EVOLUCIÓN y sigo esperando y luchando para echar a mis “inquilinos” de mi cabeza.
Esperando, esperando, esperando ...