viernes, 26 de marzo de 2010

Capítulo 5

(Foto tomada el 25 de marzo de 2.010)
La palabra “espera” se hace larga incluso al pronunciarla, ¿no se han dado cuenta? Es como si le costara terminar de salir, lentamente. Será por eso que mi madre siempre dice que “la espera es igual a paciencia.”

Nosotros seguimos esperando la respuesta de los verdes franceses. Hasta el día de hoy no hemos tenido noticias y eso que mis padres les han enviado correos, pero nada de nada.
La última noticia fue que necesitaban confirmar los números de teléfono porque querían hablar con mis padres personalmente, no a través del ordenador. Mi padre les mandó todo detallado, pero… ¿?

Sin embargo, siempre que se nos cierra una puerta, al poco tiempo se abre otra: aparece alguien que nos comenta algo, o mamá encuentra algo en Internet, o nos presentan a un amigo de un amigo que conoce a otro amigo que conoce a un médico…
Así fue como mis padres se pusieron en contacto con un médico de Washington: Una prima de papá que vive en Estados Unidos nos dijo que intentaría hablar con un doctor español que vive allí también, conocido suyo, para que investigara si había alguna posibilidad de encontrar a alguien aquí en España que pudiera tratar al señor hamartoma.
Mis padres ya lo habían intentado, incluso mamá mandó un correo a un médico que trabajaba en una gran “casa de doctores” en Madrid, pero no obtuvo respuesta.
Un día la prima de papi nos llamó y nos dijo que su amigo se iba a poner en contacto con nosotros, pues creía que conocía a un doctor español que nos podría ayudar.
Nada más colgar el teléfono, papá recibió la llamada desde Estados Unidos.
Después de un largo rato hablando, le dijo a papá que el médico al que mamá le había mandado aquel correo, ya no trabajaba en Madrid sino en Valencia y que era muy amigo suyo. Su intención era contactar con él e informarle de todo lo que me estaba pasando. Cuando tuviese noticias nos llamaría otra vez.
Unas dos semanas más tarde, nos volvió a llamar para decirnos que su amigo iba a hablar de mi caso con el que había sido su profesor, un Neurocirujano pediátrico, considerado actualmente como uno de los mejores, y que vivía en Madrid.
¿Quería eso decir que ese doctor de Madrid ya había visto otras veces a “inquilinos” como el mío?
¿Podría tener la posibilidad de quitarme al señor hamartoma y además en un lugar tan cerca como Madrid?
Por lo que sé mi Neuróloga está intentando que “la casa de la Seguridad Social” se ponga en contacto con “la casa de los doctores” en Madrid para que el nuevo médico pueda conocerme a mí y a mis “inquilinos”.

Sería genial poder ir a Madrid aunque sea para ver a un verde. Por lo menos no está tan lejos como Arizona y seguro que mis padres no tendrán que sacar de su hucha tanto dinero.
De Arizona tuve noticias a través de este blog, pero no era un verde, sino un nuevo amigo, con los mismos “inquilinos” que yo, mejor dicho una amiga.
Su mamá se puso en contacto con nosotras y nos ha contado que a mi amiga, aunque ya tiene 9 años, no le descubrieron el señor hamartoma hasta hace bien poco. Tenía las mismas crisis “graciosas” y también pubertad precoz, pero los médicos no le habían dado importancia.
Vivían en México y se fueron a vivir a Arizona donde, después de una fuerte crisis, empezaron a hacerle pruebas y… ¡LO ENCONTRARON!
Ella está bien ahora con su medicación y tiene mucha suerte pues van a operarla dentro de muy poco los mismos verdes de Arizona con los que mis padres han hablado.
Espero que todo salga bien y que se recupere lo más rápido posible, por fin va a estar libre del señor hamartoma, de las crisis “graciosas” y de la pubertad precoz.
¡SUERTE AMIGA!

Nosotros seguimos esperando y, aunque a veces nos desesperamos un poco, siempre llega alguna buena noticia, una alegría, un motivo que te hace coger más impulso: un avance en mi cuerpo, en mi cabeza, en mi comportamiento… Algo que hace que todos mis familiares y amigos salten de alegría y lo celebren de manera especial.
Todo eso me llena de satisfacción y noto que, poco a poco, voy consiguiendo cosas. Aquellas cosas que algún verde me dijo en su día que no podría hacer.

Durante los primeros meses de otoño, tuve la enorme suerte de que me dejaran ir al colegio donde trabaja mi madre, sólo durante dos días a la semana (los únicos días libres que teníamos).

La intención de mi madre era que estuviera con niños y que me fuera acostumbrando a estar con gente que no fueran mis terapeutas. Sólo iba un par de horas porque tampoco aguantaba mucho esa rutina.
¡Me fue genial!

El primer día fue muy emocionante. Mamá me puso el uniforme de cuando Natalia era pequeña y me compró un lazo azul para hacerme una coleta. Todos decían que parecía una niña mayor.
Cuando llegamos al colegio entré en una clase enorme llena de niños que enseguida se acercaron a saludarme. Mi profesora y su ayudante me recibieron con un gran beso y me prepararon mi sitio en un extremo de una larga mesa.
Todos los niños empezaron a sentarse alrededor, cada uno tenía un distintivo, es decir, un dibujo que te indicaba cuál era tu sitio. El mío era un flotador con forma de caballo.
Durante los días que asistí al colegio hice muchas cosas: pinté en unas fichas, me dejaron usar una pasta muy pegajosa llamada plastilina, que me encantó; otro día me pintaron toda la mano de amarillo y luego la puse encima de un papel y…¡ se quedó allí! ¡Ja! ¡Qué divertido era el colegio!
Lo mejor era cuando me llevaban al recreo, un patio enorme, lleno de niños y juguetes, con una gran carpa para que tuviéramos sombra. Me sentaban en el suelo y enseguida venían mis amigos para darme muchísimos juguetes para entretenerme.
La verdad es que me daba un poco de pena no poder ir y jugar por todo el patio con ellos.
¿Se acuerdan de que en el primer capítulo decía: ”Espero y deseo poder caminar algún día y cuando cumpla tres años entrar por mi propio pie en una clase llena de niños que van allí para aprender como yo”?
Pues aunque no he podido entrar por mi propio pie, por lo menos sí he podido conocer un colegio, estar allí, hacer cosas y saber qué se siente.
Me he sentido querida, mimada y arropada por todas las profesoras, la directora, por las señoras y señores del comedor, por la secretaria, por toda la gente que trabaja allí.
Mi hermana estaba contentísima de tenerme en su colegio. Cuando le tocaba ir al recreo quedaba con mamá en la salida para darle un beso. El primer día le pidió permiso a su profesora para, acompañada de su amiga, llevarme a mi clase. Se sentía orgullosa y feliz de poder acompañarme y yo… ¡Qué les voy a decir!

El ir al colegio no sólo me vino bien a mí, sino también a mi madre que, después de tanto tiempo, pudo estar más con sus compañeras y amigas y no sólo ese ratito de visita como hacíamos de vez en cuando. Noté que a mi madre le gusta su trabajo, le encanta enseñar, estar con niños aunque sean muy pequeños. Sé que echa mucho de menos esa rutina, pero ella no me dice nada.

Diciembre llegó con el mismo calor que teníamos en agosto. Mamá siempre dice que en nuestra isla no llega el invierno hasta que se celebren los carnavales, en febrero.
Aún así, es un mes que me encanta porque está lleno de emociones: llegan las Navidades y es el mes de nuestros cumpleaños. Sí, Natalia y yo ya hemos cumplido un año más: Natalia 8 años y yo 3 añitos.
Ya saben que mis padres siempre intentan sorprendernos con algo especial, ¿verdad? Pues no se van a creer lo que nos prepararon este año; bueno, ni yo misma me lo creía.

A principios de diciembre hay unos días, todos seguidos, que son fiesta, según oía se llamaban "Puente de Diciembre".
Yo notaba a mi madre nerviosa, ilusionada, preparando cosas, comprando otras.
Una vez fuimos a una tienda y empezó a probarme como unos minis jerseys que se ponen en las manos (luego supe que se llaman guantes) que me molestaban muchísimo y un gorro que me cubría toda la cabeza y las orejas.
Me preguntaba: “¿Qué está haciendo esta mujer? ¿Se ha vuelto loca? ¡Con el calor que está haciendo!”.
No daba crédito a lo que veía porque además de comprarme todas esas cosas también se las compró a mi hermana.
Cuando ya se acercaban esos días de “puente”, mis padres nos dijeron que querían hablarnos de una cosita. Nos sentamos expectantes.
“Ya saben que este mes es el cumple de las dos y que siempre intentamos celebrarlo con una gran fiesta sorpresa. Pero…, este año no habrá fiesta sorpresa, ni celebración con los primos, abuelos, tíos…”

Yo miré la cara de mi hermana y vi que sus ojos estaban cada vez más pequeños, me pareció que en cualquier momento iba a estallar en un gran llanto y dijo: “¿Es por la crisis, papi?”
Yo no sabía cómo tenía que reaccionar. Pensé en el cumpleaños del año pasado, en aquella granja, y creí que si este año íbamos otra vez podía subir a aquellos puentes o tocar de nuevo a todos los animales. Pero parecía que no podía ser. Me inundó una gran tristeza. ¿No iba a soplar mi vela de 3 años?
Mis padres se quedaron en silencio y nos miraron fijamente a la cara, muy serios, pero empezó a aparecer en ellos una pequeña sonrisa que poco a poco se hizo más grande y de repente gritaron: “¡¡¡ Nos vamos a Madrid!!! ¡Es el regalo de cumpleaños para las dos!”
Ahí sí que empezó a llorar mi hermana y yo al verla, aunque no entendía mucho, la acompañé.

¡Qué ilusión! Nos íbamos a Madrid, pero no a ver a ningún “verde”, sino a pasar unos días de vacaciones los cuatro juntos, a disfrutar de una ciudad nueva, de gente nueva, de lugares nuevos.
Ahora comprendía el nerviosismo de mamá y los preparativos.
¡Qué suerte la nuestra! ¡Qué suerte siendo tan pequeña tener la oportunidad de viajar!
Natalia nunca había ido a Madrid y la verdad es que, según ella, siempre lo había deseado, porque mis abuelos paternos tienen un piso allí y van con frecuencia para ver a las hermanas de mi abuela, y siempre nos decían que teníamos que darnos una “escapada”.
Pues bien, ahora era el momento y además con la suerte de que mis abuelos nos dejaban su piso y para más suerte todavía, se fueron unos días antes a Madrid, y mi abuela se encargó de comprarme todo lo que yo necesitaba: pañales, cereales, yogur, toallitas; pidió incluso una barandilla para ponerla en la cama y no caerme… ¡Vaya! Un verdadero lujo.

El día 6 de diciembre nos llevó mi “taxi-abuelo” al aeropuerto.
¡Madre mía, qué edificio más grande! ¡Qué bonito ver los aviones levantarse y llegar a lo más alto hasta quedarse como unos diminutos pajaritos!
Mientras los demás pasajeros entraban por un pasillo muy largo, bajaban unas escaleras, llegaban hasta la pista y se subían en una guagua (en Madrid le dicen autobús) a nosotros nos llevaron en una especie de camión que, desde las ruedas, se subía haciéndose enorme o se podía bajar hasta llegar a la altura de la calle. Parece ser que a las personas que tenemos una minusvalía nos facilitan la entrada en los aviones.
Me sentaron en una silla, que la verdad me quedaba un poco grande, pero era muy cómoda y un señor muy amable y simpático nos acompañó hasta el camión. Nos llevaron por toda la pista de aterrizaje, muy cerquita de los aviones, hasta llegar al nuestro. El camión se levantó y subió y subió hasta llegar a la altura de la puerta del avión, allí un señor con uniforme y una señorita estaban esperándonos con una gran sonrisa y nos invitaban a pasar a su gran nave.
El principio de nuestro viaje estaba siendo de lo más cómodo y a la vez emocionante. Pero todavía tenía que experimentar la sensación de verme dentro de aquella nave que pronto empezaría a subir, subir y subir hasta poder tocar las nubes. ¡Ay Dios mío!

Me sentaron en mi butaca y por un lado tenía a mamá y por el otro a Natalia; papá estaba sentado al otro lado del pasillo, muy cerquita.
Mamá dice que nos portamos como unas campeonas porque en cuanto nos abrocharon los cinturones, mi hermana abrió su mochila, sacó sus cosas y se puso a leer, y a mí me pusieron mis juguetes encima de una mesita que se sacaba de la butaca que tenía delante y no paré de jugar durante todo el vuelo.
Lo único raro que noté fue cuando el avión empezó a subir y cuando bajó también, que a mis oídos parecía que les habían puesto unas “puertas” porque no oía nada, pero mamá me dio un poco de agua y enseguida se me pasó.

Llegamos a Madrid casi atardeciendo y cuando recogimos las maletas salimos a una gran sala donde nos esperaba un tío nuestro. Bueno es tío de mi padre, pero para nosotras es nuestro tío y para mí “mi tío del pañuelo” (él sabe porqué).
Nos llevó a casa de mis abuelos y en el trayecto en coche nos quedamos maravilladas con lo bonito que era Madrid, y eso que ya era casi de noche. Todas las calles estaban iluminadas con luces de Navidad, en las plazas podías ver árboles de Navidad enormes y la gente iba muy, muy, muy abrigada. Por eso mi madre nos había comprado aquellos guantes y gorros.

El piso de mis abuelos es muy acogedor y precioso. Da a una calle llena de tiendas, cafeterías y una gran iglesia. Además nuestra calle también tenía luces de Navidad que te invitaban a salir y disfrutar.
Sin embargo esa noche no salimos, estábamos muy cansados del viaje, sobre todo yo, así que mi padre me duchó y me puso un pijama que me cubría desde los pies hasta el cuello, muy abrigado. Me lo había comprado mi madrina para el viaje, y acertó de lleno, porque ¡vaya frío que hace en Madrid! aunque menos mal que en el piso se estaba calentito por la calefacción.
¡Qué digo! Natalia y mamá sí salieron. Me dio un ataque de risa cuando las vi totalmente “forradas” con abrigo, guantes, bufanda y gorro.
Se fueron a cenar a una de las cafeterías de la zona y darse un paseíto porque Natalia quería ver algo antes de acostarse. Estaba muy emocionada.

El viaje me sentó de maravilla, apenas aparecieron las crisis “tontas” y eso que ya no estaba tomando uno de los jarabes para evitarlas. Hacía ya un par de meses que habían empezado a quitármelo. Es curioso que a medida que se iba reduciendo la dosis las crisis iban desapareciendo.
Hoy en día sólo tomo unas pastillas y unas gotitas, es decir, que la medicación se ha reducido bastante y eso me ha beneficiado en mi ánimo y me ha despertado unas ganas locas de conocer, aprender cosas y experimentar otras.
Llegué a estar casi tres meses sin que apareciera ni una sola crisis. Digo “llegué” porque desgraciadamente, hace tan sólo un mes han vuelto a visitarme, aunque un poco más leves, de momento se están controlando bien con las pastillas.

Madrid nos encantó, sus calles, su gente, sus monumentos, ese parque tan grande con patos y un lago enorme donde la gente se montaba en unas barcas y navegaban haciéndose fotos.

Hacía un frío horrible, al principio me quitaba los guantes e incluso las botas porque me sentía muy incómoda, pero después, cuando se me empezaban a congelar los dedos, me ponía a gritar. La tercera vez que me quité los guantes y las botas, mi madre pasó de volver a ponérmelos y terminé llorando del frío que tenía, así que mamá me dijo: “Ves, Daniela, mejor será que me hagas caso y dejes de quitarte todo si no quieres terminar congelada.”
A partir de ahí no volví a quitarme nada.

Además de ver Madrid también tuvimos tiempo de visitar a las hermanas de mi abuela, mis tías –abuelas, aunque una vive en Asturias con su familia y otra en Estados Unidos, a las demás sí las he podido conocer.
Mi tío, el del pañuelo, está casado con una de ellas y las otras dos viven juntas en una casa que me pareció enorme.
Una tarde fuimos a merendar allí, empezaron a darme paseos en mi silla alrededor de la casa que me divirtió muchísimo. Mi hermana también se lo pasó genial, cantó, bailó, y le enseñaron la casa. Sobre todo, le gustó conocer la habitación donde mi padre se quedaba cuando estudiaba en Madrid. Vivió con ellas hasta que terminó sus estudios.
Hemos tenido mucha suerte de poder ir a Madrid porque he conocido a mucha familia, también primos nuevos, mayores como mis papis y pequeños como mi hermana, a los que nunca había visto.

Mi hermana no se podía creer el día en que los primos pequeños la invitaron a ir a un lugar lleno de nieve.
Papá y ella salieron temprano muy abrigados y con ropa de muda porque seguro que terminarían mojados de pies a cabeza. ¡Y así fue!
Mamá y yo nos quedamos en casa ya que para mí era un viaje un poco largo en coche y era mejor que descansara, pues había tenido muchas emociones juntas.
Cuando llegaron de la nieve fuimos a merendar a casa de mis primos, mi hermana jugaba con ellos como si los conociera de toda la vida. Me presentaron a la pequeña de la casa, que tiene casi la misma edad que yo y enseguida me dejó sus juguetes para poder jugar con ella.
Esa tarde nos lo pasamos muy bien, nos enseñaron las fotos de la nieve y la verdad es que me hubiese gustado ir.
Supongo que algún día podré conocer la nieve y saber qué se siente al tocarla y jugar con ella.
Ahora que sé que puedo viajar podré “escaparme” con mi familia más a menudo a Madrid, para visitar a esa gran familia que he conocido y que me han demostrado que siempre han estado ahí apoyando a mis padres, preocupándose por mí, rezando por mí. ¡Muchas gracias a todos!

Los días pasaban muy rápidos y el "Puente de Diciembre" llegaba a su fin.
Antes de regresar a Las Palmas, mi madre se puso en contacto con el papá de mi amigo madrileño, quería conocerlos, saber cómo eran, pues sólo se conocían a través del ordenador.
Así que el día antes de partir quedamos con ellos para merendar cerca de una fuente inmensa con un señor subido en un carro con una corona en la cabeza. Mi hermana se entusiasmaba cada vez que veía una estatua, una fuente, un monumento, en todos sitios quería hacerse una foto.
“¡Neptuno! ¡Neptuno!”, gritaba.
“¡Papi, hazme una foto cerca de Neptuno!”, le pedía insistentemente.

Nuestros amigos aparecieron cerca de la fuente esa de Neptuno y se fundieron en un gran abrazo con mis padres lleno de cariño. Noté que tanto los papás de mi amigo como los míos compartían muchas cosas, muchas emociones, una lucha común que se resume en: ganar la batalla al señor hamartoma y cuidar, al mismo tiempo, de nosotros y de nuestros hermanos.
Mi amigo tiene un hermano más pequeño y los dos no paran de jugar, como hacemos Natalia y yo.
Esa tarde, aunque no estuvimos mucho tiempo juntos, sí fue suficiente para conocernos, charlar, reír, y saber que en Madrid tenemos unos buenos amigos.

El regreso a Las Palmas fue un poco triste. No nos apetecía irnos, nos apetecía estar unos cuantos días más en Madrid.
Mi madre estaba apenada porque le quedaba mucha gente por ver, amigos suyos, amigos de mi abuela materna con los que convivió estando en Madrid durante sus estudios y que siempre recuerda con cariño; pero el tiempo no daba para más. Había que volver a casa.
El regreso a casa se suponía que iba a ser igual que la llegada: el camión, que sube y baja, el señor con el uniforme y la señorita…, pero nuestra sorpresa fue cuando, estando delante del pasillo por el que se iba al avión, ninguna señorita nos decía nada, ni tampoco venía a buscarnos ningún señor amable con una silla grande.
Mi padre se acercó a una de las azafatas y le preguntó. La contestación no fue muy amable, y nos culpó de que no habíamos avisado sobre la minusvalía.
Después de un rato explicándole que sí lo habíamos hecho, por fin vino un señor más o menos amable y nos llevó al famoso camión.

Ahora que soy un poco más grande y que me entero de muchas cosas porque entiendo más de lo que la gente piensa, me entristece ver, oír y pasar por situaciones que no deberían producirse, sobre todo situaciones que yo no las he provocado sino que surgen debido a mi enfermedad o por la minusvalía; y esto hay mucha gente que no lo quiere entender.

No es agradable observar cómo un señor que sólo tiene que hacer su trabajo, llevarme en su camión hasta la puerta del avión, se enfade con mis padres porque considera que ellos podían llevarme en brazos hasta allí. ¿Podría él llevarme en brazos, plegar el carro, bajar unas escaleras, subir a una guagua (autobús), sentarme como pueda, volver a cogerme en brazos, subir las escaleras del avión, con dos bolsas de viaje y mis 20 kg de peso? Y…, si hay un servicio para facilitarnos todo esto ¿por qué no lo puedo usar?

Cuando vamos a aparcar en algún garaje con plazas para minusválidos nos pasa algo parecido.
¿Se han dado cuenta que la mayor parte de los coches aparcados no tiene la tarjeta de minusválido? Así que cuando alguien con minusvalía cree que puede aparcar, ¡zas!, fracaso.
Lo más increíble es cuando te acercas a la persona que está aparcando y le preguntas si tiene la tarjeta de minusválido, como hace mi madre cada vez que lo intenta (porque ya saben que ella no tiene pelos en la lengua ¿verdad?).

¿Cómo creen que reaccionan si no la tienen?
¿Una sonrisa y dejan la plaza libre?
¡No, no, no! (Bueno, algún caso hay)
¿Un “perdón, lo siento”?
¡No, no, no! (Todavía no me he encontrado con ningún caso)
¿Una cara de enfado, una mirada asesina y algún que otro insulto?
¡¡¡Sí, sí, sí!!! (La mayor parte de las veces)
¡Es increíble! ¡Como si yo tuviera la culpa! ¡No saben lo que daría por caminar como ellos o por tener mi cabeza libre de “inquilinos”!
Si yo tengo la tarjeta de minusválido es porque soy minusválida. No tengo suerte por ello.

Después de nuestras vacaciones, la rutina se instaló de nuevo en nuestras vidas: rehabilitación, terapia, atención temprana; Natalia al cole. Pero todavía quedaba por llegar la Navidad y tenía la sensación de que estas Navidades iban a ser diferentes, las iba a disfrutar de otra manera y mi familia también. Estaba segura.

Antes de que llegara ese señor de barba blanca en Navidad, tuve que renovar el certificado de la minusvalía y para ello me tenían que valorar otra vez.
Mamá dice que es un papel más, pero claro, cuando te hace una valoración una persona que apenas conozco, en una sala, en apenas una hora, pues no puedo demostrar todo lo que soy capaz de hacer. Así que los resultados no son muy buenos que digamos.
Mamá se quedó un poco desconsolada cuando terminaron de valorarme y le dijeron que, aunque había mejorado, tenía un retraso madurativo importante.
Ya sabemos que yo, aunque tengo tres años, no me comporto como una niña de esa edad: no camino, no me mantengo de pie yo sola, no hablo; pero tengo otras cosas que me ayudan.
Sin embargo, gracias a la persona que me valoró la cual propuso que yo estaría mejor en un colegio especial, donde recibiría un aprendizaje adecuado y además donde tendría todos los apoyos (rehabilitación, terapia, logopedia), mamá empezó a tomarse más en serio esa posibilidad y mi terapeuta de Atención Temprana también nos animó. Siempre ha creído que lo mejor para mí era un Centro con esas características.

Entre las vacaciones a Madrid y unas semanas que había estado enferma, llevaba tiempo sin ir al colegio, así que mamá empezó a informarse sobre esa otra alternativa: matricularme en un Centro de Educación Especial.
El primer paso fue visitar un centro del que ya tenía referencias y buenas noticias sobre él.
Allí nos recibió una señora que parecía ser la jefa y nos lo enseñó. Nos quedamos asombradas por lo grande que era, por las clases, por la sala de rehabilitación, por la piscina, por todo.
Después de hablar largo y tendido, la señora le dijo a mamá que lo mejor era matricularme ya para aprovechar al máximo los meses que quedaban de curso, aunque estuviera fuera de plazo.
Todo se debía a que había evolucionado mucho y que mi capacidad de respuesta cada vez era más rápida, había empezado a hacer cosas nuevas y estaba cada vez más despierta. El no tener crisis también me estaba ayudando, así que había que aprovechar esta buena racha.
Las vacaciones de Navidad ya estaban muy cerca y no había mucho tiempo para preparar y hacer el papeleo, así que mamá decidió que lo mejor era esperar a que terminaran y así poder disfrutar tranquilas de todo.
Además, todavía nos quedaba pasar por mi revisión.

Después de tres meses, nos tocaba la revisión en “la casa de los doctores”. ¡Qué barbaridad! ¡Cómo pasa el tiempo! Ya me tocaba visitar otra vez a mis verdes-rosas.

Mi analítica de control me la había hecho antes del viaje a Madrid, pero esta vez los resultados no los teníamos. Ahora iba por dentro de ese aparato que “ordena” todo y mis verdes-rosas ya lo tenían en sus “casas”, así que tanto mamá como yo estábamos ansiosas por verlos para saber qué tal estaba mi pubertad precoz, mi hipotiroidismo… Queríamos saber si los valores venían acompañados de alguna estrellita al lado porque eso quería decir que las cosas todavía estaban un poco incontroladas.

La primera visita fue a “la casa” de mi Endocrina que siempre que me ve se queda alucinada de lo grande que estoy y su enfermera, siempre con una sonrisa, me dice que cada vez estoy más espabilada.
Cuando se encendió el aparato-ordenador todas estábamos expectantes.
¡No vean la cara que se nos puso cuando salió en la pantalla toda mi analítica y no había ninguna estrellita al lado de los valores! ¡Eso quería decir que no había nada anormal, que todo estaba bien!
Bueno, bueno, bueno, mi madre me cogió las manos, me las levantó lo más alto que pudo y empezó a cantar: “¡¡¡¡Campeoooona, campeoooona, esta niña es una cam-pe-o-na!!!!”. Todos rieron al principio y después acompañaron a mamá en su canción.
¡Qué alegría! Mi Endocrina no se lo podía creer y mamá tampoco, en mis tres años de vida, después de tantos análisis, éste era el primero en donde aparecía todo normal.
¿Verdad que es una buena noticia? Mi madre decía que era el primer regalo de Navidad.

A lo mejor piensan que tampoco es para tanto, celebrarlo de esa manera, pero ya he dicho en otras ocasiones que para nosotros cualquier avance, cualquier cosa que esté bien, ya sea una analítica, un día sin crisis, una semana sin tos o mocos, un sonido nuevo que salga de mi boca, un movimiento nuevo en mis piernas o brazos; todo, absolutamente todo es una alegría en mi casa e intentamos que dure y dure. De esa manera nos sentimos bien, con ánimo, sobre todo mis padres, y si algo malo tiene que venir, pues nos coge un poco más fuertes. ¿No creen?

La segunda visita del día fue a “la casa” de mi Neuróloga.
-“¡Hola mamá de Daniela y Daniela”!
Siempre nos recibe así, es muy cariñosa igual que sus enfermeras.
Cuando me va a examinar siempre se pasa un rato achuchándome, dándome besos.
Me encontró fenomenal y además se quedó asombrada lo bien que llevaba la eliminación del jarabe para las crisis, aún así le dijo a mamá que si volvían las crisis “tontas” podía aumentar la dosis de las pastillas que me estaba tomando.

¿Con qué cara creen que llegamos a casa ese día? ¿Celebramos ese día de manera especial?

Al día siguiente llegaba el señor de barba blanca llamado Papá Noel.
Nos habían dicho que pasaría por casa de mis abuelos paternos después de cenar, así que teníamos que estar allí muy guapos.
Este año me apetecía ver todo, me sentía mejor que nunca, no tenía crisis, me estaba divirtiendo mucho y sentía curiosidad por ver cómo era eso de que un señor vestido de rojo con una gran barba blanca, que venía desde el Polo Norte en un trineo, dejaba regalos a los niños y no tan niños por ser buenos y obedientes.
¡Ay madre! Entonces a mí me iba a traer más de un regalo porque la verdad es que estaba siendo bastante buena: en el viaje a Madrid me porté genial, he conseguido que se fueran las crisis “tontas” aún sin medicación, los análisis estaban sin estrellitas, en casa me había portado bastante bien, comiendo y durmiendo mis horas como un reloj. ¡Qué más podía hacer con sólo tres años! Yo creo que soy una niña muy, muy, muy buena.

Ese día fue muy ajetreado. Tuvimos que ir a casa de mi otra abuela para desearle Feliz Navidad y después fuimos a ver a mi súper bisabuela.
Sí, sí, tengo una bisabuela, es la mamá de mi abuela materna, y está como un roble. Siempre se emociona cuando me ve y me da muchos besos. Me encanta jugar con ella al “cucú-tras-tras” (escondite) y demostrarle todo lo que he aprendido porque se alegra de mis progresos y aplaude cada vez que le hago algo nuevo.
Por la tarde mamá me dijo que tenía que dormir una buena siesta para que así pudiera aguantar despierta por la noche y poder ver cuántos regalos me traía Papá Noel. Y así lo hice.

Llegó la noche y nos pusimos todos muy guapos: Natalia iba con un traje precioso, ya de mayor, y yo con otro que me quedaba genial; además mamá me peinó de forma diferente para que se me viera bien mi cara. Papá se puso, encima de su camisa, un trozo de tela larga que parecía un babero estrecho y una chaqueta que le hacía más corpulento, la verdad es que estaba muy guapo; y mamá, ¡mi madre! (nunca mejor dicho), se puso unas botas con unos tacones que parecía que la habían estirado. ¡Qué alta! Iba toda de negro y plateado. ¡Guapísimos! ¡Todos guapísimos!

Al llegar a casa de mis abuelos encontramos que debajo del árbol ya había muchísimos regalos.
-“¡Dios mío! ¡Ya vino el Papá Noel y no estábamos para recibirle!” Dijo Natalia.
Poco a poco fueron llegando todos mis tíos y primos, e igual que mi hermana, se quedaron asombrados de lo rápido que había sido Papá Noel este año.
Enseguida mi abuela nos dio permiso para abrir los regalos antes de cenar. ¡Qué emoción! Todos empezaron a gritar y reír. Yo me asusté un poco porque no estaba acostumbrada a tanto escándalo, pero cuando me acercaron los regalos que tenía empecé a emocionarme también.
Esa noche estuve despierta hasta muy, muy, muy tarde. Me dieron el biberón y me sentaron en una trona, que me había traído mi tío, el marinero, en la mesa de los mayores.
Allí me lo pasé bomba, mientras todos cenaban, jugaba con mis cosas nuevas y mi abuela me dejaba coger algunos adornos de la mesa para investigar un poco.
Mis primos y mi hermana estaban alborotados y empezaron a pedir que les dejaran salir a la calle para encender bengalas y tirar petardos. Mi madre me dijo que era mejor que yo no fuera porque probablemente me asustara con el ruido. Así que me quedé tranquila, disfrutando de los mimos que me hacen mis tías, tíos y toda la familia cada vez que estoy con ellos.
¡Qué bien me lo pasé esa noche! Mis padres también estaban contentos porque me veían feliz, disfrutando de todo.

Yo creía que las Navidades habían terminado, pero ¡qué va! Todavía quedaban por venir otros tres señores más. Me dijeron que éstos venían en camello y que fueron los primeros en dejarle regalos al Niño Jesús cuando nació. ¡Eran los Reyes Magos!
Por lo visto van a la casa de todos los niños a dejarles regalos si han sido buenos durante el año. Teníamos que estar dormidos y haber dejado un zapato para que nos pusieran nuestros regalos al lado, pero antes de acostarnos, mi madre y Natalia les dejaron en el salón algo para comer: unas papas, unos polvorones y una copita de vino para cada uno; ¡ah! también dejaron a los camellos unos tomates y un barreño lleno de agua. Natalia me dijo que así podrían seguir su camino mejor, pues tenían mucho trabajo esa noche.

Al día siguiente, cuando nos levantamos y fuimos al salón, vimos nuestros regalos, cada uno encima de nuestros zapatos.

¡Qué pasada! Natalia no paraba de reír y de decir que le habían traído las cosas que había pedido, una por cada Rey Mago.
La celebración siguió en casa de mis abuelos y después en casa de mi abuela materna donde comimos con mis primos y mis tíos. Allí me lo pasé genial, no paramos de jugar porque en casa de mis abuelas los Reyes Magos también nos dejaron algunas cosillas. ¡Qué niñas más buenas somos! ¿Verdad?

¡Qué Navidades más bonitas! ¡Qué bien me lo pasé y cómo disfruté!
Mamá decía que le daba pena que se terminaran porque ella también se lo había pasado muy bien, la vi disfrutar casi casi como una de nosotras.

Todo siempre tiene un final y cuando llegó Enero las Navidades nos dijeron adiós hasta el año que viene y todo volvía a ser como antes.
Mi estado de ánimo era estupendo, mis ganas de hacer cosas cada vez era más evidente y mis progresos estaban siendo rápidos y alentadores.

Después de recoger y guardar todos los adornos y el árbol de Navidad, la casa parecía más grande pero nos daba una sensación de vacío acompañada de tristeza.
Mi madre pasa página enseguida porque dice que uno no puede perder el tiempo poniéndose triste por algo que, si Dios quiere, vendrá el año que viene y lo disfrutaremos de otra manera, así que había que empezar con la rutina porque teníamos muchas cosas que hacer.

El nuevo año comenzó con el tema del Cole que se había quedado aparcado antes de las Navidades.
Las primeras noticias no fueron muy buenas porque el plazo para apuntarme ya había pasado, tenía que esperar hasta marzo para poder matricularme y así empezar mi cole en septiembre.
¡Dios mío! ¡Eso era mucho tiempo! Mis ganas de hacer cosas, mis avances, estaban siendo muy buenas y había que aprovechar todo esto lo antes posible. Esperar tantos meses era perder un tiempo precioso de estimulación.
Se estarán preguntando qué cosas nuevas estaba haciendo o en qué había avanzado tanto para querer entrar en ese Cole. ¿Verdad?

Mi primer avance lo conseguí justo después de las Navidades. Mi fisio se había ido unos cuantos días de vacaciones y cuando volvió, mi madre le dijo: “¿Quieres ver lo que Daniela ha conseguido?”
(Mirar el video).
¿Qué? ¿Se han quedado con la boca abierta? ¿Verdad que es súper chachi? Mi fisio no se lo podía creer, sólo me miraba y miraba a mamá muy emocionado.
La verdad es que mamá, de vez en cuando, me ponía de pie y mientras me cantaba una canción: “Pasito a pasito camino un poquito, despacio despacio y llego hasta el fin….” Al mismo tiempo me cogía una pierna y la flexionaba como si estuviera dando un paso y luego la otra.
Creo que mi cerebro empezó a “grabar” este movimiento y un día que mi madre me puso de pie, logré que mi pierna izquierda se moviera sin ayuda; después la derecha, que es la parte más débil de mi cuerpo, comenzó a imitarla, seguro que se sintió un poco celosa.

Mi cuerpo estaba cada vez más fuerte y mi cerebro estaba funcionando a toda pastilla mandando órdenes a todas las zonas que antes no tenían suficiente fuerzas para moverse. Es el caso de mis manos y mi tronco.
Verán, cuando yo estaba tumbada, por ejemplo en la cama, no tenía la capacidad de levantarme por mi misma. Me costaba enormemente apoyar mis brazos e impulsarme para levantar mi tronco y poco a poco ir levantándome hasta quedarme sentada.
Mis padres me ayudaban, no levantándome directamente, sino poniéndome las manos en posición y con tan sólo una de sus manos apoyada en mi cadera ya era suficiente punto de apoyo para poder impulsarme y levantarme, pero claro, siempre había una ayuda.
Ocurrió lo mismo que con los pasos. Mi cerebro “grabó” ese patrón de movimiento y un buen día en el que mamá me dijo que apoyara las manos para levantarme, me impulsé yo sola y empecé a mover las manos al mismo tiempo que mi tronco y ¡conseguí sentarme yo sola!
Mis padres gritaron, cantaron, aplaudieron, rieron y mi hermana no paró de abrazarme y decirme que era una verdadera campeona y su hermana favorita.

¡Tantas cosas buenas en el mes de enero! Los Reyes Magos me habían dejado más que regalos, me habían dejado, sin yo darme cuenta, una caja llena de fortaleza, impulsos, motivaciones y alegrías.

El mes de febrero comenzó con lluvia y frío y los carnavales, tal como había dicho mi madre, pero yo me sentía acalorada, con muchísima energía, contenta por todo lo que me estaba pasando; además una nueva persona había entrado en mi vida, se llama Logopeda. Ahora me tocaba ir a su “casa” dos veces a la semana por las tardes.
Otra actividad más.
La verdad es que me ha venido bien porque a mi cerebro le está costando mucho mandar la orden para que salgan sonidos por mi boca, aunque a veces me sale alguno.
Eso es otro de mis logros, cada vez me gusta más oír sonidos nuevos e intento imitarlos poniendo mi boca de maneras distintas.
A veces me sale una palabra: “guapa”, aunque la digo a mi manera sé que se entiende porque todos me corresponden con aplausos.
Si no logro que salga de mi boca el nombre de algo que quiero, tengo un truquillo y es que emito un sonido, una especie de “ah”, y señalo con mi dedo el objeto.
El señalar con mi dedo es algo nuevo que también he aprendido. Pensarán que es algo fácil, pero cuando no tienes fuerzas en tus músculos, y tu cerebro se olvida de que tiene que mandar esa orden pues no es tan fácil. Mi madre me colocaba el dedo ¿índice, se llama? Creo que sí, y me obligaba a señalar las cosas, porque antes señalaba pero con toda la mano abierta. ¡Qué bruta!

Paciencia y esfuerzo. Eso es lo que admiro de mis padres y de mi hermana.
Todo lo que he ido aprendiendo en las terapias de rehabilitación mis padres lo han trabajado siempre conmigo en casa, nunca me han facilitado las cosas, al contrario me han exigido movimientos, posiciones, cosas que sabían que podía llegar a hacerlas. Sólo había que esperar y repetirlas muchas veces porque ya saben que me cuesta responder con rapidez, pero que al final lo consigo.
Aunque mi padre venga cansado de su trabajo; aunque mi madre tenga que hacer la comida, dedicarse a las cosas de la casa, estar también con mi hermana; aunque mi pobre Natalia a veces tenga que dejar de jugar porque tiene que cuidarme un poquito, siempre han estado ahí ayudándome, exigiéndome y trabajando conmigo con mucho cariño.

Todos estos avances, logros y motivaciones nuevas hicieron que mis padres decidieran que ya era hora de entrar en ese cole en donde además de aprender muchísimas cosas iba a tener toda la rehabilitación, la terapia ocupacional, la logopeda, etc como actividades diarias. Eso significaba que iba a estar como mi hermana, aprendiendo en un cole y cuando llegara a casa ya no tendríamos que ir a ninguna “casa” más y podría disfrutar de mi familia sin tener que ir de un lado a otro.

Había que hacer algo, adelantar la entrada como fuera.
Mi madre desempolvó su coraza. Gracias a Dios hacía tiempo que no se la ponía, y aunque no iba a ver a ningún verde, nunca se sabe con quién te puedes encontrar cuando, además, vas a pedir algo que requiere un poco de esfuerzo por parte de otras personas. Se la puso muy bien ajustada.
En primer lugar fue a hablar con las personas que mandan en el colegio. Allí fueron muy amables y le dieron todo tipo de consejos sobre cómo tenía que actuar en estos casos.
Ellos no tenían ningún problema para que yo empezara, el problema estaba en unos señores que vivían en una “casa” llamada Consejería de Educación, porque eran ellos lo que dirigían a los niños a partir de 3 años que entraban allí.

¿Qué tenía que hacer? ¿Con quién tenía que hablar ahora?
Le dieron varios teléfonos y nombres de señores llamados Inspectores de Educación a los que llamó unas cuantas veces hasta que localizó al Inspector que me correspondía y pidió cita con él.
El día de la entrevista aunque mamá volvió a ponerse su coraza, ésta volvió intacta, sin arañazos, incluso parecía que estaba más reluciente.
El Inspector había sido muy amable y sus palabras fueron muy alentadoras dando a mamá muchos ánimos; para él era importantísimo que yo entrara lo antes posible en un cole, había que aprovechar todo este avance en mí.
Sólo quedaba una última cosa por hacer y era entrevistarse con otro señor, esta vez llamado Director, trabajaba en el Cole que me correspondería ir si no tuviera la minusvalía, lo llaman “el Cole de zona” y tenía que matricularme allí.
Mamá creyó que realmente era el último paso y que tan sólo tenía que rellenar unos papeles, pero cuando el Director le dijo que tenía que verme una señora, llamada Orientadora del centro, por poco no le da un pasmo.

Pero bueno, las cosas hay que hacerlas, así que habló con la Orientadora, la cual le dijo que me tenía que hacer una valoración con la Orientadora de Educación para escribir un informe y guiar a mis profesores cómo debían enseñarme y tratarme.
¡Otra valoración más! Entre la valoración de minusvalía, la de la Ley de Dependencia y ahora ésta, creo que jamás me habían “VALORADO” tanto.

Así que un día fuimos las dos a que nos “valoraran”.
Sí, sí, las dos, pues a mi mami también la “valoraron”.
Yo estuve en una habitación con las dos Orientadoras durante un largo tiempo donde me preguntaron muchas cosas y me hicieron hacer otras tantas; y mi madre estuvo en otra habitación con una señora, Trabajadora Social, y creo que también le hizo muchas preguntas.
Cuando llegamos a casa estábamos cansadísimas, tanto que esa tarde mamá se acostó conmigo a dormir una rica y relajante siesta. Nos la merecíamos.

Por fin habíamos acabado con tanto papeleo, tanta visita a señores, Orientadoras.... Sólo teníamos que esperar que realizaran el informe y lo enviaran a mi nuevo colegio. En cuanto lo tuvieran ya podría empezar a ir a ¡mi cole!

¡Ja! ¡Qué tontas fuimos! Pensábamos que todo había terminado, que aunque ya la primavera estaba tocando a la puerta para entrar, seguro que empezaría a ir al cole antes de que el invierno cerrara sus maletas y la dejara pasar. No señor, no.

Marzo llegó con un tiempo un poco loco: un día llovía pero hacía calor, otro día llovía y hacía frío, otro salía el sol calentando tanto que te daba la oportunidad de poder ir a la playa; y también mis crisis se volvieron un poco locas: un día aparecían otro desaparecían, otro día sólo se dejaban ver por las tardes, otro sólo por las mañanas…
El mes empezaba un poco ajetreado y nosotras no habíamos terminado nuestro difícil camino de empezar el cole como creíamos.
Nuestra sorpresa llegó cuando mamá avisó que ya había pasado la valoración. “Ahora tenemos que valorar a Daniela nosotros”, le dijeron a mamá los del Cole.

Así que otra vez nos embarcamos una mañana rumbo al Cole para pasar por ¡otra valoración!
Sin embargo esta vez no tuvimos que estar con Orientadoras, ni solas en una habitación, sino con una señora llamada Pedagoga que nos recibió muy amable.
Entramos en una clase donde nos presentó a una de las profesoras con la que estuvimos un rato hablando, después nos presentó al resto de los profesores; todos se mostraron muy contentos con la idea de que empezara a ir allí.
Finalmente fuimos a su despacho, allí sí que empezó a hacerle muchas preguntas a mamá, sobre todo, acerca de mis crisis: cómo eran, cómo se podían controlar, qué medicinas tomaba; cómo comía, cómo iba al baño; qué sabía hacer, qué sabía decir; cómo era de carácter….
¡Uf! ¡Qué cantidad de cosas! Quería saber todo sobre mí, era normal al fin y al cabo iba a estar mucho tiempo con ellas.

Ese fue el último día de papeleo y la última valoración que me hicieron. Ahora sí que tan sólo faltaba esperar a que el Inspector firmara el informe.

Ya casi está finalizando marzo y aunque el tiempo se ha controlado, mis crisis no, han ido en aumento. Sin embargo, no me dejan tan adormilada como antes, al contrario, estoy más activa e incluso no dejo de trabajar.
El otro día en una sesión de Atención Temprana, mi pobre terapeuta se quedó desconsolada porque me dieron tantas crisis seguidas que tuvo que parar la clase, aunque yo quería seguir, le pedía con mi mano los juguetes, pero ella no me dejó.
Cuando llegamos a casa mi madre me tuvo que poner una medicina que me relaja todos los músculos porque las crisis, las muy pesadas, no me dejaban en paz.
Al final mamá llamó a mi Neuróloga y al contarle lo que me había pasado decidió mandarme otra medicina a ver si funciona y logra que se vayan las crisis, las “tontas” y las “graciosas”, porque siguen apareciendo juntitas.
Hay que ver el lado bueno de las cosas, algo que he aprendido de mis padres, y la llamada de ese día a la neuróloga tuvo un final feliz: después de muchos tiras y aflojas con el Neurocirujano de aquí, éste accedió a mandar todas las resonancias a Madrid para que las estudiara el famoso médico de allí.
Ya saben lo que toca ahora, ¿verdad? Esperar.

Las vacaciones siempre me sientan bien y ahora llegan unos días de descanso, una semana, y podremos ir a la playa.
Seguro que en esos días podré descansar, tomar el sol, dormir, estar con mi familia. Bueno, seguro que nos sienta bien a todos, nos ayudará para coger fuerzas y empezar el mes de abril con ganas, sobre todo ahora que nos han dado una maravillosa noticia: ¡¡¡ Después de las vacaciones comienzo a ir al Cole!!! Empezaré el mes de abril cargada de emociones, alegría e intriga.

Ahora que lo pienso, cuando empiece en mi Cole cada vez estaré más tiempo sin ver a mi madre, aunque me han dicho que haré un “periodo de adaptación”, después pasaré el día en el Cole aprendiendo cosas y haciendo mis ejercicios pero sin mi madre. Tendré que esperar a llegar a casa por la tarde para verla porque cuando ya esté “adaptada” iré al Cole en una guagua, como hace Natalia, y ya no iré con ella en el coche; si me da una de mis crisis no estará mi madre para ayudarme a controlarla será mi profesora la que lo haga; a la hora de comer no será mi madre la que me prepare la comida, comeré con los niños del Cole y me dará de comer otra persona…

¿Podré adaptarme a todo eso? ¿Podré estar tanto tiempo sin ver a mi madre? Creo que sí, creo que ya es hora de probar cosas nuevas, de estar con niños y poder jugar con ellos, de hacer lo mismo que mi hermana y no estar siempre de casa a las “casas de rehabilitación” y vuelta otra vez, al paseo, a comer y a dormir para volver a la rehabilitación. ¡Qué rollo!
Aún así, seguro que la echaré de menos, que me acordaré de ella, de sus besos cada vez que termino una sesión de rehabilitación diciéndome que soy una campeona; de sus canciones en el coche; de sus juegos mientras esperamos para entrar en las sesiones; de cómo me refresca cuando llegamos a casa para que esté más cómoda; de cómo me lleva de paseo orgullosa, aunque la gente se me quede mirando porque me ven demasiado mayor para ir en silla o porque se dan cuenta de que es una silla de minusválido; de su paciencia a la hora de darme de comer porque no mastico muy bien todavía; de cómo me lleva a mi cama y me arropa para que duerma una buena siesta y pueda seguir con la rehabilitación por la tarde…

Sin embargo, creo que me lo pasaré bien y estoy deseando empezar. Pero…. ¿Y mamá? ¿Qué hará mamá sin mí? ¿Me echará de menos? ¿Tendrá que adaptarse ella también?